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Segunda entrada

27 Jul

Discutir de literatura, o de arte en general se vuelve frecuentemente falacioso. No me crean. Esto lo dije en nuestra primera entrada y lo reescribo ahora.

Tampoco intento reducir el valor de toda discusión dado que la palabra es reducida: El hombre decripta la palabra y concibe órdenes por su propia naturaleza, debe ser capaz de encontrar dichos órdenes e intuirlos sin limitarse a la literalidad de la forma verbal. Entiendo que en mis errores y complascencias se hallará para usted algún brillo de verdad, en eso fundamento mi ejercicio.

Ahora bien, también al principio dije que en la literatura el error no es error, o más bien, que errar propone un problema (¿cómo errar?). Pues para que exista algo malo necesitamos forzosamente un juicio de valor, que en este caso existe -podemos concebir literatura genuinamente mala-, mas no tiene una frontera fácil de definir. No sé si deberíamos ser particularmente estricto con esta frontera, que es imaginaria y puede demostrar ser inútil. No estoy convencido de que dividir los textos en alta literatura y literatura menor nos haga precisamente un servicio. Considerando esto, tal vez sea mejor condicionar la discusión y calcular la idea de error en un tema limitado.

Se dice que para escribir de barcos hay que saber su vocabulario, o sea, no cambiaremos babor por proa, ni mástil a la vela, ni tampoco juzgaremos la navegación sin el espacio intrínsico que le corresponde. La argumentación es coherente, antes de ser cierta. Entiendo que la existencia de un lenguaje propio sugiera cómo debe armarse un tema sobre barcos, mas suena verosímil escribir una obra maestra sin vocabulario técnico. Me parece en parte que en el ejemplo, literatura de barcos se utiliza como una suerte de término comodín, estilo «alta literatura», como estableciendo una definición de que para hablar de barcos hay que hablar así. En este caso tenemos nuestro tema, nuestro arquetipo «bueno», se arma una definición -digamos mejor un género– y de él se tira una suerte de constitución ley por ley, que se utilizará para juzgar las obras. Si ataca a la ley, se considera un error.

Intuitivamente, este tipo de errores no nos resulta necesariamente atróz, es verdad que puede ir contra nuestras expectativas y causarnos alguna incomodidad, mas por lo general, el arte no se supone siempre la altérnativa más cómoda al entretenimiento. Se presume que la obra romperá de manera excepcional las reglas genéricas, aunque dichas agresiones se consideren siempre excepcionales. Estamos tratando la obra como se trata al soberano dentro de los seminarios de Derrida, su característica es poseer la capacidad excepcional de superar a la ley, mas dicha capacidad debe presuponerse excepcional y ser ejercida raras ocasiones.

Por supuesto, como en el caso del soberano, todo parece depender del móbil detrás de dicho error. La literatura, que se sueña un arte dedicada del detalle, deplora las omisiones, las inexactitudes y la contradicción. Desea creer -nos desea hacer creer- que dado suficiente tiempo, el genio del autor cubrirá cualquier abismo y que en todo caso, el riesgo de equivocarse no vale en el papel en que uno escribe. No carecen de celebridad los muchos errores que pueblan el Quijote de Cervantes, estos llaman de atención más de lo que algunos flojos capítulos logran. El error literario, antes incluso de ser error, se supone eso: Notorio. Los rebuscadísimos errores de referencias son juguete de los académicos, el error que se nos hace un agravio es aquel desafiador de la lógica interna, desintegrador de lo que en cierta forma construye la obra en su argumento.

Aquí irrumpe el móbil de la voluntad, la idea de que un error puede ser menor si el autor lo quiso. Discutiblemente un error puede no ser, si el autor lo emplea como debe. Pues si bien, hay errores menos elegantes que la transgresión a un género, la categoría de error sigue existiendo dentro de cierto grado involuntario. No todo error es una afrenta estética ni tampoco cualquier voluntad funciona dentro del sistema escrito. ¿Qué lugar tiene una falta de cualquier estilo cuándo sabemos que el lector -principal protagonista del arte escrito- no lo obra? ¿No existen ya célebres errores de lectura?

Si problematizo tanto el error literario, es precisamente por su inevitabilidad, por lo que me permito decir de antemano que todos mis propósitos conllevan alguna falta o mentira. Quiero llevar el sistema más lejos incluso que la simple imposibilidad del lenguaje de hacer un propósito perfecto. El error va más allá. Equivocarse es lo que hace crecer al hombre, su mejor garantía de éxito y la importancia de cada generación que nace. Si no hay error, nada es completo, pues mientras que lo correcto solo puede ser posible, el error es ambos: Posible e imposible. No sin dejar ser siempre posible de algún modo.

Equivocarse correctamente es la perfección. En literatura intrigan más los escritores que pueden equivocarse que aquellos que personifican simplemente lo correcto.

Enajenatendiente

19 Jul

¿A qué punto debe enajenar la literatura?

Apartado: Como regla general intento no predicar con adjetivos que se supongan peyorativos desde su definición, me parece que «vario», «mucho», «abundante», tienen un valor semántico más artístico que «excesivo» o «demasiado». Es mi sensibilidad arbitraria, aunque también el lenguaje cotidiano parezca efectuar la misma elección, se escucha de vez en cuando «es demasiado bueno» para acentuar que se es bueno y no para decir que «llega a ser tan bueno que termina por ser malo». No sin decir que las palabras como demasiado suelen ser elegantes en su uso poético, pues la noción peyorativa que avanzan se nos figura más sensible que lógica. Enajenar, creo, se nos ha vuelto un sentido negativo, como la palabra socialista en los Estados Unidos*.

Esto para decir que sospecho que cierta cantidad de enajenación es buena, e incluso necesaria para la obra de arte. La enajenación -entiéndase, ser cortado temporalmente del circuito social-, permite una reflexión que tal vez el momento social suprime. ¿Se requiere reflexión para ser arte?

En cierto modo, sí. Los objetos no son arte, sino que se vuelven arte, lo que dura ese proceso de transformación es la vida artística del objeto, cuando termina, vuelve a ser objeto mundano. Existe el goce artístico sin pensamiento y el compartir socialmente un objeto -una música, un baile-, pero la experiencia personal que siente ambos no puede ser sino personal, no puede ser sino algún recuerdo -y el espacio del recuerdo es enajenado-.

Aunque si el recuerdo es enajenado, entonces toda la vida lo es, el compartir es solo ilusión. Algunos filósofos dirán que he dado en el clavo, pero en el caso del arte la cosa se hace compleja, pues un el complejo arte se comparte. No hay arte que no se dé. En este caso, ilusión o no, debe entenderse que cualquier imaginada enajenación es tan falsa como puede ser. Si el arte es enajenado, es un intercambio de enajenaciones.

Y sin embargo, el arte al tener efecto, tiene una cierta hipnósis, pide atención. Así sería con cualquier otro discurso, finalmente, no cualquier persona puede discutir con varias a la vez. El arte, visto como comunicación, justifica y explica su enajenación.

Por supuesto, no toda comunicación es artística, mas el arte parece obligado a comunicar algo. No necesitaría siquiera un código o un órden, desde que nosotros como raza presuponemos un sentido a la sensación -el parecido de las palabras se nos hace voluntario-, cualquier ejemplo artístico sería un mensaje. Lo que es más, la interpretación cae siempre en un código social predefinido, creemos por ejemplo que la literatura debe referir al hombre, que el propósito objetual de Ponge, sin regresar al hombre es vacuo.

*- De discutir sobre el socialismo, mi visión no sería de base peyorativa porque el término pueda actuar de tal modo en un contexto social, aunque en casos como la palabra racismo, suela encontrar un interés en esta misma transformación depreciativa. La transformación ella misma también es social y sensible, una suerte de poesía folclórica que no pocas veces se encuentra en el eufemismo -el cual hemos discutido antes.

El arte, si es arte, descubre también un código particular, uno que si no me equivoco, puede justificar sus enajenaciones. Una obra que se quiera artística, debe proponernos algo personal, un elemento que nos seduzca a nosotros como individuos, cual si el mensaje nos estuviera destinado a cada uno de nosotros y nunca a todos nosotros. Este código tal vez sea el de una cultura enajenada, mas sin duda es nuestro. Podría justificarse así la presencia del autor como institución: El circuíto busca ser lo más íntimo posible.

Otra manera de verlo es como meta o consecuencia, la obra busca lograr una mínima enajenación, pues ello prueba que es hermosa. Las drogas que abusan los centros de placer de nuestros cerebros nos alejan de la sociedad, el arte funcionaría como una droga dirigida -o dicho en términos militares «droga táctica»-. El goce siempre supone estar y la enajenación en cierto modo viene después.

Luego, sabemos que el arte no tiene un fin definido o único, si existe dicha fórmula se las dejo de tarea, lo que me atañe es notar que la enajenación no puede ser un fin del arte por sí mismo, es un elemento sintomático. Las producciones industriales y masivas de algo que podría ser un objeto de arte -pienso particularmente en los videojuegos entre los cuales hay algunos que abiertamente permiten la enajenación, cuyo valor se mide en «horas de juego»-, han perseguido dicho fin casi de modo utilitario. No sé si sea porque un hombre que necesita enajenarse es uno que necesita consumir. En todo caso, cuando el arte fracasa y solo cae en alguna pretensión sombría de esa natura, suele generar gente «adicta» al arte, entiéndase, simples receptores de droga, donde el arte forma parte de un sistema mayor de evasión.

No creo en las valoraciones en bien o mal, simplemente, descreo de que el arte deba reducirse a eso.

Mucha y muchas

31 May

Mi gusto por las prácticas aglutinantes debe ser ya evidente para el lector fiel, empezando por el hecho de mi propia fidelidad a una diaria afluencia escrita en este sitio. Aquí puede detererme en caso de que no haya entendido para que yo pueda explicar -por cuestiones de energía no puedo pararme a explicar todo lo que balbúceo comunmente, hoy hago excepción-, que me refiero a un tipo de escritura abundante, casi barroca, llena de detalles y dimensión.

Este es un prejuicio personal, creo. Puede remitir a una práctica social, mas según entiendo muchas personas no tienen la paciencia ni el gusto por desenterrar cantidades de texto dentro de un sitio único, aunque se les presente por facilidad. La síntesis ha ganado muchos adeptos, en esta era de la -mala- información.

Tal vez esto justifica mi malsana inclinación por el detalle y las dimensiones, por perseguir lo que convencionalmente llamamos «gigantesco». Y es que no pienso que un tipo de arte frente al que apenas interactúa pueda remitir a una manera de pensar, o pueda legitimarse. El arte, recordemos, es legítimo por poseer una base lectora adecuada, y para esto debe ser digno de percibir la atención. Me dirán que hay un montón de excepciones, por ejemplo, los noticieros. Yo entiendo que el género noticiero apenas pretende rozar la superficie de los sucesos cronísticos referidos, sin embargo, un noticiero televisivo es incluso más soportable que una nota escrita en un periódico cotidiano.

Ahora que lo pienso, en el mundo «real» -ese donde la literatura no importa-, los cotidianos sufren mucho pérdidas de ventas. En realidad es comprensible, la información escueta palidece considerablemente ante las facilidades que presta internet, logrando efectivamente, vencer la lógica de la velocidad -ni digamos el esfuerzo descomunal que debe ser imprimir y distribuir los diarios cada ciclo solar, es una fatiga hoy absurda-. Seguramente una noción de este estilo me ha aproximado a la prehistórica noción de que «grande» es mejor, si bien no refiero a las estrictas dimensiones.

Este blog -¿lo ha notado usted?- persigue distanciarse de los géneros enciclopédicos. No soy candidato a wikipedia, no intento tampoco, tenerlos al tanto del mundo que apenas atino a seguir torpe. Quiero proponer el tipo de digestión que se puede efectuar con esas mismas informaciones masivas que se tienen a la mano, y que a veces solo logramos ver como eso: datos sin seguimiento, lanzados al vacío nihilista de cuantas palabras puedan decirse y anotarse. La evidencia de que si hay mucho por decir, entonces podemos darnos a la tarea de decirlo mucho. Abundante, con cierta riqueza que lo caracterice, como la un amazonas.

Ahora, claro, mi transparente convicción no basta para lograr verdaderamente afectar la escala discursiva que nuestros medios de información proponen, en parte también me frustra soñal tal batalla perdida. Dispuesto a trabajar, comprometido, buscando contacto, fallo de antemano. Y es que no se puede triunfar solo contra el mundo, pues hombres -verosímilmente- mejores que yo no han ganado. Acaso precisamente, si a la larga cambiaron las cosas, fue por esta capacidad de ser leídos/oídos/interpretados. Uno no puede estar solo, pues incluso la obra más humana y voluminosa que una persona puede dar, solo alcanza para tanto. Necesitamos unidad, ser varios. En esa capacidad se encuentra nuestro potencial.

La misma tendencia que me permite concebir una visión aglutinante de la palabra, me hace ver una versión múltiple y rica de cooperación que lleve esta palabra a sus manos. He tratado, con mis aún singulares y humildes medios, de poner mi grano de arena -más allá de estos monólogos lanzados al vacío, que a fuerza de variarlos y concebirlos se me van volviendo sencillos- proponiendo otro medio de palabra, que si bien, no se asocia conmigo, merece mi sincera admiración, por emplearse en un trabajo consecuente. Es un sitio de internet, de podcasts, y ahora estará compartido aquí en esta página, con el afán de que ustedes mis bien teóricos y reducidos lectores, le den una pasada si les acomoda. El sitio en cuestión, va de un origen universitario en Stanford, y la calidad no es mala. Naturalmente, no siempre estoy de acuerdo con los juicios enunciados, pero esa es la gracia de cualquier asociación, incluso una tan modesta como la que estoy avanzando.

Espero pues, poder proveerles de este tipo de información aparentemente redundante entre todos los discursos que podemos encontrar en línea, pero que va a intergrarse en un modelo de búsqueda más que la simple cantidad. La diferencia entre muchas informaciones y mucha información. En lo concreto se gana bastante terreno.

Bueno, a modo menos promocional que lo anterior, aprovecho para decir que al hablar de «tamaño» o de «grandes obras», me refiero a otro de mis siete -u ocho- paradoxales principios del arte, aquel que abordaremos en su debido momento como escala y que definitivamente no se reduce al número de páginas.

La pregunta del arte

13 Abr

Esta (qué es el arte) me parece una de las cosas más terribles e inevitables que uno se plantea forzosamente en la vida ociosa de la ciudad. Si uno tiene tiempo de ocio, como al ser estudiante o conocer nuevas personas, la encara seguro alguna vez. O soy yo quien tiene pinta de artificioso y la gente la levanta en pos a mí con malicia. Sea. Mi primo la lanzó hace poco tiempo y le saqué no-sé-qué como respuesta. Intento de nuevo el ejercicio.

Toda pregunta supone e indica su respuesta, la del arte presume dos cosas horribles: el arte existe y requiere definición. Yo la descarto ya por esto: no hay mucho a donde hacerse. Pero somos hijos de la ficción y no hace mal de pronto hallarse en ella distraído. Yo sé que no requiero la respuesta y que es vana, mas no me cuesta nada darla. Ser generoso con su tiempo, además, es la vanidad más noble. Me parece que el asunto es esto:

«Existir no es mérito para nadie, excepto para el arte»

Por supuesto, partimos de la noción de que todo existe (incluso el arte, ¿por qué no?*), y que la vida en sí no tiene mérito (es un ejemplo). Admitimos la lucha por la supervivencia y la continuidad, mas el arte mismo sufre de caducidades y modas, no está tampoco exento de un final absoluto. Tan absoluto como puede ser un final, porque si el tiempo no existe (como decíamos antes) entonces todo es a la vez y el arte siempre está de moda. Y pareciera aún más ridículo el mérito de existir, pero el arte solo tiene eso.

Ahora… ¿Es un mérito de su creador o uno del arte? Cabría hacer la diferencia, si esta existe. Dado que el arte es una acción, una ruptura, presume que su modelo creador tiene toda las cualidades necesarias para llevarla a cabo. Si no hay tiempo en el arte siempre hay continuidad y podemos, sin mucho esfuerzo atribuirle características de todo tipo. En el arte hay recepción, aquel ojo que permite una existencia continua y confirmada del objeto. Pero no debemos limitar el arte a este existencialismo inmediato, ¿qué es el arte además de creación si uno admite su existencia?

Si se toma como una creación, por un lado se crea y por otro se existe. Naturaleza contra nurtura ¿no? Admitimos que la puesta el escena de una obra de teatro no sea su escritura, que el momento en que cualquier arte existe no viene de un solo creador. Porque el arte es el que inventa la identidad de su autor, que a fuerza de tiempos y descontentos siempre será una y múltiples. La existencia del arte es lo que justifica su propia creación y la realiza, al punto de confundirnos. Crear solo tiene sentido en la existencia, el arte sostiene la creación y en ella realiza su valor. Pudiese ser que el arte nos satisface porque representa nuestra misma capacidad de crear, y nuestro gratuito goce en ella es el goce del arte. Nunca hemos creado objetos o ideas con el simple fin de que esto sea práctico, sino todo lo contrario: el juego y la imaginación son antes que nada placeres de nuestro organismo, ese placer era necesario para que una raza como la nuestra se inclinara hacia la creación, y lo que eventualmente se volvería la ciencia.

Si el arte existe y es gozado, no es por otra cosa que para reflejar nuestra propia ansia de creación. No todas las ideas son placenteras, y mucho de lo ficticio solo acarrea dolor y sufrimiento; el arte es un recordatorio perpetuo de un mito prehistórico: el parto índoloro, la fecundidad que salva. Y pensamos acaso por estas conclusiones que el arte es un fenómeno estrictamente humano, porque solo podemos verlo como un goce personal, que incluso al paso de los años se ha tachado de convencional. Son nuestros símbolos y traducciones de la creación, pero nada más sencillo que admitir que una entidad no humana podría prescindir de los nuestros, y procurarse un arte distinto. En esta concepción del arte, estamos muy cerca del juego, pero el juego es ante todo la acción, la actividad. Por algún motivo misterioso, el juego parece destinado a desaparecer mientras que el arte piensa en lo eterno. Llego a pensar con frecuencia que son lo mismo y la división es vana.

Como el arte tiene por solo mérito existir, a veces sería sensato admitir que ciertas vidas son arte, que la simple y estéril oposición del hombre a ciertas cosas las vuelve heroicas y elevadas. Tengo el mérito de existir en cierto momento histórico, bajo ciertos perjuicios y errores, en medio de toda la muerte. Si entiendo esto como debe ser, se halla que la relación entre poesía y divinidad tiene algo de bastante sensato, pues en la divinidad se halla la creación y en el poeta -por necesidad, encontramos al héroe. Los artes son extensas mitologías abstractas de nuestros accidentes más bellos. Existen. Como la sorpresa.

El creador suicida

18 Mar

Todos los escritores que se designen como tales, desarrollan, tal vez sin desearlo, una visión metafísica de la lectura. (No solo de la lectura, pero eso ya depende)

Dos grupos renegarán veloces mi afirmación: Quienes no admiten en su persona metafísica alguna, y aquellos que rehusen pensar o atribuir cualquier visión a sus delirios artísticos. Ambas visiones pueden descartarse como supersticiones; podemos también simplemente substraerlas del argumento, les creamos o no a sus palabras.

Para poder lanzar mi afirmaciones absolutas, que son ya costumbre para usted viejo lector, debo por lo menos admitir una metafísica propia. Esto es incómodo. Amo la literatura desmedidamente y con negligencia, pero la hallo muy rigurosa y seria en lo que cuenta, que es el goce que me provoca. La literatura me gusta porque es seria y porque nadie es serio cuando la hace. No es una sola cosa, la literatura no depende, de nada, ni de nadie. Con una única excepción (ya el lector la intuirá).

Ante todo el valor que lleva a los escritores a un estado de embriaguez en lo que concierne a su oficio, suele ser la creación en si misma. Pueden haber elaborados artesanos de la palabra, como también hiladores de historias; pero en sus diferencias disfrutan de encontrar al objeto creado. Verán que este efecto se reproduce en la literatura fantástica que inventa universos, así como en los textos más realistas.

Igual de metafísica que la creación en sí, suele imaginarse la razón de escribir. A grandes rasgos, la escritura proporciona un placer a su creador, un placer que es similar a la lectura y que invoca nuestros recuerdos e imaginarios para revestir un tablero de letras. Todos los escritores -o algunos-, escriben porque los textos les traen alguna dicha, aunque sea por el altruismo de dar dicha a otros lectores. Pocos lectores, o ninguno, sufre la Lectura (esto es una falacia que otra vez discutiré).

Excepto que el proceso de escribir si es doloroso. No doloroso tal vez, pero a veces aburrido. A veces también es primer goce que tiene el artista, es como una sopa de letras en proceso de solución. Mas en cualquier instante, una página blanca o un texto incompleto pueden presentarse como paredes agresivas y desesperantes. Otro ejemplo del «dolor de escritor», suele ser la escritura como síntoma de un vacío vital; motivada por la angustia o por un sentimiento de impotencia. Si somos impotentes antes la vida, la creación se nos revela como una herramienta poderosa para escapar y corroer las cadenas que la realidad impone. La escritura -y por ende la lectura- de escape, siempre tiene su felicidad y su tristeza.

Será adecuado comentar que entre las brutalidades que la vida propia, un bloqueo de escritor parece uno más bien menor. Y lo es. De cierta manera la escritura ya es una dicha que escapa a las miserias mayores, ya es signo de alguna salud en el alma. Se puede demostrar que también es una carencia.

Quiero continuar sobre este discurso del dolor para cimentar bien nuestra idea de una metafísica de la escritura. El lector escribe, muchas veces «porque no puede hacer otra cosa», «porque le es propio», «por no tener nada mejor que hacer»; otras veces se concibe la escritura como un deber o una meta. Raros son los escritores que solo tienen metas dentro del arte, pero sin duda ya ha habido muchos. A mi parecer este utilitarismo o nihilismo lector es tan solo un intento razonador de deducir o reforzar algo que es propio de las sensaciones. Y esa idea sería que la escritura, sin duda alguna, produce placer.

A los sicólogos no les costará nada poner este aspecto creador en términos sexuales. Existe la inclinación subconsiente «me es propio», el hedonismo «no tengo nada mejor que hacer», la simple y barata calentura «no puedo hacer otra cosa», la culpa, el sentimiento de impotencia, el exhibicionismo, el masoquismo (los que sufren al escribir, sienten placer en el dolor) y así sucesivamente. Todos los lectores -y sí, digo lectores-, en un grado mayor o menor, comparten esta relación con cualquier obra. (Otra analogía, querer leer todos los libros es como infinita promiscuidad, cada experiencia de relectura, es prueba de amor)

¿Por qué al crear abordamos estos límites eróticos con tal naturalidad? Mi teoría es que crear nos acerca a la muerte. El amor es la muerte de la individualidad, el borramiento del yo, una especie de juego de rol donde se abandonan ciertas nociones para adoptar otras. Todo creador, todo narrador, tiene que abandonar en parte algo de lo que le corresponde como hombre. Icluso los biógrafos más egocentristas siempre desplazan sus propios egos en un afán dominador, y no pocas veces son incapaces de sentir estimulación «normal» en la literatura sin voyeurismo (el escritor dominatrix).

Naturalmente, esta visión un tanto lacaniana de los textos no es mi metafísica personal, pero me suena verosímil y no es vano conocerla y desarrollar sus razones. Yo la hallo más bien consoladora. Mi verdadera duda se encuentra en si se acomoda tan bien porque la literatura y la creación son enormes ficciones, o porque los términos sicológicos lo son.

Partido inutil

16 Mar

Cuando uno es joven por fuerza se encuentra con debates que han sido ya agotados de antemano. Tanto se ha dicho en estas sempiternas discusiones que nuestras voces y opiniones no resuenan con fuerza, dentro de sus vacíos en apariencia intemporales. Uno de estos temas es, por excelencia, la relación entre lo escrito y la realidad. No podría en cien entradas de este blog, agotar las cientos de falacias que rodean este debate. También aseguro y afirmo que el debate continúa hoy día, tomando nuevas formas que hacen eco a las antiguas. Por tomar alguno comenzaré a hablar del mito del autor. Según la tradición popular las historias no tienen autor, o mejor dicho no tienen uno solo. Los cuentos, que tal vez existen antes que nosotros, son redescubiertos con los aportes de diversos hombres de letras. La ficción del autor se cimenta con el mecenazgo y las campañas de los nobles por combatir la pobreza y el aburrimiento. Ser un escritor no era un estatus profesional, sino un pasatiempo, la libertad de retomar y deformar mitos existentes seguía siendo prácticamente total, pero la versión definitiva, pertenecía contradictoriamente al autor. Después de estos inicios la idea de un texto y un autor se nos ha vuelto indisociable. Por la acción del furioso realismo, se quiso tener a un texto y a un autor por verdaderos objetos en el mundo. Balzac era un gordo, la Comedie Humaine un montón de letras y hojas. La ficción por otro lado, quería que el autor y el texto, ellos mismos no fueran sido ideas: Balzac es todas las operaciones creativas y experiencias que dan como resultado la Comedie Humaine, la Comedie Humaine es todas las lecturas posibles que se pueden atribuir en algún grado semi-sensato, al texto. Pero bueno, la división radical entre real y ficticio ha sido más una voluntad moral o sicológica que una herramienta para el gusto y entendimiento generalizado de los libros. Que me gustan mucho. Usted se dirá que las visiones ficticias de Balzac y la Comedie Humaine se escuchan como argumentos mucho más pertinentes y disuasivos que sus contrapartes realistas. El problema es que son ficciones, son engaños lógicos que uno concibe para facilitar una idea difícil de describir. Nosotros inventamos esos conceptos para tratar de buscarlos en la realidad, pero no existen.  Una ficción no existente, como de costumbre, es más hermosa que la realidad. La diferenciación es un método concreto del cual el hombre saca una utilidad. Dividimos una mesa de su entorno para poder evitarla, moverla o reproducirla abstractamente. Diferenciamos la realidad de la ficción por razones evidentes e igualmente prácticas, Madame Bovary y Don Quijote son abstracciones de esa practicidad. Pero como hemos ilustrado, no siempre hay utilidad en estas divisiones; poner la realidad y la ficción en lados diferentes de la literatura, no cumple ningún fin, de hecho, trunca nuestra comprehensión. La diferencia entre ficción y realidad, sea cierta o falsa, no reproduce sino un debate estéril. No voy a alegar si tengo razón en este juicio porque no importa la razón que pueda yo tener. No obstante creo que al menos les debo un vago ejemplo -me remito sin embargo, a decir que no aclarará gran cosa-. Tuvimos a los formalistas, tipos que decían que había que ver al texto -las manchitas impresas- en vez de tratar de ver otras cosas -por ejemplo, su autor-. Con el desarrollo de la sicología y una buena dósis de culto a la personalidad, se comenzó a considerar que si el texto es como es, se debe indisociablemente a que un tipo lo escribió. Un tipo que nació en cierto tiempo, de cierta manera. Si Cervantes no hubiera escrito el Quijote, otro texto similar hubiera sido escrito por alguien más en aquel momento histórico. No importaría tanto pues la persona del autor, sino el momento de la escritura -un momento mítico, pregnante, de coordenadas historicistas-. Luego la sociedad mercantil empezó a postular un nuevo dilema: La audiencia. No es que Balzac escribiera porque se le rascaba un huevo, escribía a alguien. Y cuando se pone la pregunta abiertamente, siempre que se escribe hay un lector -aunque el lector sea el propio autor-, y es inescapable. Este lector es receptor único de la lectura, mientras que puede haber más de un escritor, más de un productor. (Por el lector ser único, quiere comunicar lo que ha leído). Nadie escribe solo por comunicar, hay un lector implícito en cualquier texto. Incluso para la escritura más depurada el lector es inescapable. Y el lector no está ni en Balzac, ni en las letras solas, ni en la función autor, ni es tan volador como un conjunto matemático de decodificaciones que se puedan hacer a un texto. El lector siempre es usted. Habrá notado que de mi lado, usted puede ser cualquiera o nadie. Así de futil es a veces la discusión de la crítica literaria. A usted -el único real en esta discusión- le toca decidir si mi persona, como autor, es más bien como el ficticio o como el real. Yo espero que usted concuerde conmigo, en que no importa gran cosa. Y es que toda esta discusión no importa gran cosa. ¿Para qué escribir cosas que no importan?