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Conferencia en Ulew

30 Sep

Se dice que el primer hombre fue hecho de tierra. Habemos de entender que no es decir mucho, pues finalmente la tierra no es un uniforme y definida, sino una mezcolanza, más valdría decir tierras en vez de tierra, pero si fueramos precisos aquí, tendríamos que serlo en tantas otras cosas. En todo caso, este ser humano, al que podríamos tachar de prototipo, de primer fracaso -centrándonos en la pobremente definida noción de éxito, buscando un punto de vista evolutivo-, fue el antecesor de aquellos que habrían de venir.

No valdría la pena centrarse en las faltas de tal hombre, pues acaso fue su medio el que lo agredió y terminó por suprimirlo. Es, sin embargo, visión humana, considerar que se posee una libertad de autodeterminación y una fuerza suficiente sobre el ambiente para perecer por su propio error. Estas nociones se reflejan en la historia y el calentamiento global. Casi todas las naciones antropocéntricas así lo pensaron. Veremos que por las características de tal hombre primitivo, se puede justificar acaso el dilema de su auto perdición.

Era sedentario. Tenía la capacidad del habla y la formulación de discurso, de lo cual hacía su principal práctica en el medio controlado que le correspondía. Su existencia física estaba de cierto modo suprimida, pues -podemos pensar en la tierra-, no le interesaba como objeto particular, sino como conjunto de generalidades. Se creía superior a la materia, y usaba su discurso para justificarse encima de las bestias todo deseo e instinto. Mas su sedentarismo, su inmovilidad tanto física como ideológica, hacían de él un instrumento pobre para labrar su propio destinto. Lo vivo, lo cambiante y fluído, bastaba para desmoronar su ficticia existencia, su juego mental de civilización. Tanto ser del discurso no les trajo redención, pues finalmente, aquel que habla mucho pero no llega a conocer y a inclinarse por la curiosidad fuera de sí, no alcanza un verdadero entendimiento. Fue estéril a fuerza de ser incorpóreo, y murió.

Sus sucesores tuvieron alguna superioridad. Para ellos, hombre y mujer fueron objetos distintos, como si sus carnes fueran de diferentes naturalezas. No les impidió reproducirse, al contrario, fueron númerosos y fecundos. Acaso las diferencias les dio alguna ventaja para dicha multiplicidad. Eran, por lo demás secos, y faltos de toda emotividad. Veían con indiferencia a sus propias creaciones y a sus creaturas. Ante todo, su destino fatal era el de la insensibilidad. O tal vez fueron víctimas de un exceso de utilitarismo, de una pragmatización del placer, pues en cuanto a sus estructuras rígidas, el sexo era aceptable por ser un estado de gozo constante, pero aquellos que parecían no proveerles de nada, no merecían interés. Entiendo que estos segundos hombres se centraron sobre ellos mismos. Empezaron a vivir en tiempo prestado, suponiendo su final inminente, sus vidas fúgaces en deseos egoístas, viviendo a corto plazo. Su género, insensible hacia su propio futuro, que solo predecía como una erradicación, encontraría la manera de ser borrado para siempre. Acaso hubieran permanecido más tiempo si se hubieran quedado como las demás bestias que vagaban desnudas, por los árboles, sujetos de la cola, como protegiéndose de una ecatombe soñada.

Por supuesto, una declaración universalizante no puede presentarse sin su antitésis, sin discutir igualmente al hombre que entre tantos ensayos sobrevive (aunque se trate de una visión biólatra de nuestro relato, podríamos pensar que la permanencia en el tiempo no tiene sentido, desde que el universo puede igualmente constituirse de ciclos que regresan nuevamente, para demostrar que ninguno de estos tres hombres es mayor o menor que todos, y que simplemente podemos decir que siempre son). Sería un hombre cuyo cuerpo es más que una simple fuente de necesidades, que debe encontrar por ejemplo, en el hambre, una suerte de éxito fatal y no simplemente en el placer. Una raza que acaso no se debata entre la gula y el exceso o la inanición, que sea pues, lo que come. Este hombre, habría igualmente de analisar para entender, y no para hablar. No estaría en su capacidad de discurso y de respuesta, la ley que lo humanice y lo vuelva superior a toda bestia. El discurso, su producción y su perpetuación, serían de un orden inferior a su propio conocimiento y experiencia. Sería un hombre fundamentalmente vivo.

Este hombre alimento busca completar la creación, que no es un evento puntual sino contínuo, y por lo tanto, el mismo hombre tal como lo refiero, debe ser aquel que crece, no es pues, comida muerta, sino semilla. Su potencial de cambio, de pasar por edades, y de variar, de postular por el mismo y su decendencia una notoria evolución -y no un estatismo material de piedra, madera o lo que fuese, no una patria como un lugar geográfico y físico, por fuerza limitado-, que dirija a donde se tenga que dirigir, para ser fecundo no solo en carne, sino en todo otro elemento que para nosotros, sus dioses, pueda contar.

No me gusta la adolescencia

22 Abr

Porque en serio ¿de qué adolece? O sea, ya de por sí la idea de una etapa intermedia bien definida entre la edad adulta y la infancia es una novedad indeseable y rastrera, pero además estamos tratando con una palabra peyorativa desde el origen. Mis masoquistas, ¿cuándo adolecer se considera algo bueno? Según entiendo, sugerir que uno va a ser un adolescente por diez años -o piadoseamente morir-, me parece una grosería no muy sutil.

Tal vez es una analogía política. Vamos a referirnos a un grupo de seudo-ciudadanos que sufrirán prejuicios laborales y serán vistos como inferiores intelectuales por años a venir. Aunque en ese caso los obreros deberían llamarse también adolescentes. Mi opinion personal es que si por lo menos adolescente tuviera el sentido de «trabajador» estaríamos en la analogía directa y la palabra amortiguaría su miseria. No obstante, aún sin pensar en el desatino del concepto, también la palabra misma es una merma.

Adolescencia. Como adosar, pegar algo encima de otra cosa, como una sugerencia tardía en una carpeta, una olvido, algo de segunda mano.  No tiene la levedad de «dolencia», sino que en esencia, se nos estira grosera. Tiene una s seguida de una c como si el tipografo no se hubiera decidido a poner una sola letra y hubiera rellenado. Sce paresce a las haches de Cortáar, pero sin chiste -algo de adolescente tenía Cortázar ¿no?-. La persona que la tiene se reduce a un adolorido, pues sea varón o hembra lo hacemos simplemente adolescente. Que nos valga la distancia infinita entre sexos esos años ¿no? Francamente, esta idea de la carne que duele se me figura una intervención dental, a lo mejor por la salida de las vestigiales -y también desatinadamente nombradas- muelas del juicio. No por desviarnos del triste tema, pero no veo cómo esos dientes remiten al juicio, porque parece ser que la edad esta, se define por el dolor. El adolescente parece que desciende, que es less, que está ausente. Que es pues, tan solo gente.

Mas corta es la pubertad, y atinadamente por recorrer solo hasta la parte púbica del organismo. Es la libertad del púbis, o por lo menos, del pelo que a este corresponde. La edad en que se abre la puerta del pub. Al puberto se le salen los ojos del pubis, quiere anclarse en algún puerto. Lo voyeurista le llega así que el puber va a poder ver. La pubescencia es básicamente con lo que se forman los pub, nos recuerda tal vez al pus, y francamente no es bella palabra, parece que obligamos a pub y a escencia a pegarse contra su voluntad -perdimos la libertad que nos daba pubertad-. Otros vocablos, como núbil, nos recuerdan que el gesto no es vil, o que generamos bilis nueva, o que como las nubes vamos a cambiar de forma y parecernos a las fantasías de la gente. La nubilidad sería la habilidad de nublarse pensando en otra cosa. No se confunda con la vileza ni la novedad, el tipo ya estuvo con nosotros unos buenos diez años.

Luego está la mocedad y ser un mozo. Contrario al adolescente, el mozo se parece al gozo, y jugando con esta edad de amores quiere encontrar una her que lo encuentre hermoso, y la chica reconocerse toda su femineidad y volverse hermosa. Ha ganado efectivamente, mas edad. La dulzura como da ceda, la generosidad de aquel «dad», hallo a esta palabra más bien buena. Ayuda también que las mocedades -gracias música-, se puedan hacer objetos de «cosas juveniles», mientras que las adolescencias son muchos auch, las nubilidades parecen catálogo y las pubertades, son peludas. Para colmo de dicha, si uno se porta bien, el buen mozo es guapo.

Otra opción se nos presenta en juventud. Sin duda venturosa, jubilosa y llena de rectitud. El joven es jovial, dice ven a la risa, con ese sonidito gutural del cambio de voz. No es tan feliz juvenil, que nos dice que de jubilo nil, y parece como redil de chicos, o una invitación de que vengas menos agraciada. Malo que insista en que el joven y la joven sean iguales, quieren mezclarse pero no se parecen. El jovencito invita a salir a la jovencita.

El inglés, que a veces posee inspiraciones en geniales onomatopeyas y monosílabos estrictos, procede con la nada inspirada palabra compuesta teenager. Supongo que cualquier truco funciona para evitar adolescent, que el francés al menos disimula con jeunes que suena vagamente a juego y se asemeja -aunque ya de lejos-, a jaune, amarillo que nos recuerda a pollo. En efecto, las lenguas no tratan con cariño a esta edad compuesta que parece haber sido inventada literalmente para adolecer, triste destino.

Recomiendo pues, mantenerse alejado lo más posible de este penoso término despectivo y que se incline por el trato con mozos y se hable de juventud, no tanto de dolores internos y juiciosas muelas.

Me gusta implorar

14 Mar

Qué bonita palabra es «te imploro», bueno, «implorar».

Suena un poco como implotar, lo cual describe atinadamente la sensación que uno tiene cuando ruega y se siente desoído. También suena un poco como explorar, esta búsqueda sería de dos maneras: Buscamos la aceptación de nuestra súplica y a la vez buscamos en nuestro interior el carácter que pueda llevarnos a dicha aceptación. El francés pleurer quiere decir llorar, se entiende como conserva el ánimo de nuestro verbo elegido, tan penoso, tan hundido. Suena un poco también a impío, pues tal vez se entiende que es un poco impío negarse a escuchar nuestras súplicas -o el impío es uno por ponerse en sus exigencias indescriptibles-. Ya de lejos se parece a imposible, haciendo todo más fatal, más triste. Por suerte la terminación siempre recuerda al verbo «orar» así que se puede complementar «si implora, también ora», a buena hora digo yo.

Mejor que sus sinónimos por supuesto. Si bien implorar es un poco más dramático -es parte de su chiste-, se puede considerar superior a su tímido equivalente «pedir». Palabra gacha, noten como suena a «pedo», que a su vez suena a niño -como en pedofilo-, lo que minimiza nuestra petición asimilándola a una niñería. No se parece al sustantivo petición, que por lo menos nos recuerda a «peto» que es el pecho y nos da una idea de «pedir de todo corazón». Pedir también tiene una vaga similitud con decir, pero es tan vaga que mejor no la digo.

También rogar se me hace menos lindo. Suena un poco a rugoso, que si bien es el sonido de la garganta que llora, es áspero y trae malos recuerdos. Se parece a la palabra hogar pero no despierta las mismas nostalgias, no tiene ese no-sé-qué de las infancias perdidas. El sonido es un poco como un gruñido, se me ocurre por ejemplo, que gruña la panza para rogar por comida. Esto al menos es algo corporal, pero quita algo de pathos a nuestro propósito. El sustantivo de este verbo, «ruego» suena como cuando soy yo el que ruega, pero ¿quién dijo que estoy rogando?

Y luego está suplicar. De entrada me suena a supply, que suena un poco como almacén pero también, nos da la idea de comida que es más admitible que el gruñido estomacal de rogar. Una plica se supone cerrada, así que no conviene si lo que se requiere es abrir el corazón. Pero si se trata de «su plica», entonces se le pide al otro que se abra a nuestros ruegos. Podemos pensar en una réplica, un poco retórico eso de repetir para tener, «pidan y se os dará», queda un poco en el sentido que nos interesa. Ahora que lo pienso, en inglés podría ser supply car, y la verdad es que no, esa no es la carretera que buscamos. El nombre «súplica» por otro lado, tiene la bella dicha de ser una palabra esdrújula, lástima que siempre pierda esta gracia al conjugarla. Súplica es también, bonita palabra.

Ahora entrados en gastos, el nombre para implorar, no sería «imploración», ni «implorancia», ni «implora», ni «implorica», ni «imploro»; de hecho no se me ocurre su nombre, cosa un poco conveniente porque podemos decir (que al cabo nadie nos está viendo), que el nombre de «te imploro» es «súplica» y así nos quedamos con las palabras bonitas para servirnos de ellas cuando queramos.

Hay un jueguito textual, además, con el campo de la religión. Implorar lleva a la idea de postrarse frente a un rey, un Dios o un asesino, y pedir algún favor. Esta idea sobre entendida un poco de divinidad, es como si imploraramos la presencia de la divinidad en nuestro texto, jalamos la idea de algo grande y en vez de pedirlo, medio forzamos su permanencia en nuestro escrito. Rogar haría lo mismo, pedir difícilmente. Ahora bien, rogar suena un poco más a oración religiosa y para ese fin tiene su utilidad, implorar es una apelación dramática pero no tan abierta a significados alternativos, sigue gustándome a mí. Personalmente.

Otra cosa bonita de la palabra es cuando la pronominalizamos (al meter un «te», un «le» o un «me»), porque diciéndola de corrido se hace «teimploro» o «te imploro» que es práctico para hacer los versos tan largos o cortos como a uno le gusten.

Los detractores de este hermoso verbo dirán que es largo, que recuerda al loro, al piloncillo, a los imp, que su terminación en «oro» incrementa la codicia, que su plo suena a gotitas, en fin, que es deplorable. Dígale que el español permite palabras largas, gusta de los falsos prefijos, ama sonar como el latín y necesita sinónimos para hacer sus gracias.

Le imploro que utilise afectuosamente la palabra aqui mostrada.

De Zoji y Parjasio

11 Mar

Parjasio sentía una angustia muy real. Una espalda robusta, un mercado y dos pinturas secas; alejándose a galope de su carreta. Fijó la mirada hasta que solo quedó un campo pastoril, como aquel do retozaba su rebaño, hacía una vida. Y es que detrás de aquel campo, aún estaba la espalda robusta, la galería y la prostitución del arte. Tomó nervioso un sorbo de agua, soñando en vino.

Se bañaba cotidiano en pintura y licor. Enseñaba al pulso burdo de su esclavo lo que era un trazo. ¿No era cada trazo el mismo? Los había aprendido todos mirando el campo, como la luz se confunde en la cima de las montañas, como mugre brillante. Terroso como el alcohol de sus ebriedades, del recuerdo de sus triunfos, de su arte ya estudiado en las escuelas.

Su madurez era prolífica y virtuosa, su ejemplo era envidiado. Parjasio se persuadió de que algo faltaba, su genio, su inspiración. Su técnica era irreflexiva, el mundo visible tras un pase de su muñeca. Temía la noche tardía en que habría de copiar el universo y nada más pudiera pintarse.

Envejecido caía en la frecuente angustia. Tenía un mecenas rico y mil elogios, pero sin la juventud misma, no era bastante. Y además su mecenas… Vivir y ser un clásico ¡qué incompatible! ¡qué inigualable sensación de vejez! Antes un jovencito lo hubiera puesto bajo su ala aunque fuese por curiosear, por un pedante sentimiento de importancia. Pero un viejo que ya hizo su vida y obra, ¿a quién le importa? (Parjasio pensó que detrás del campo había una galería, un mercado, frescos secos)

Su mecenas era un hombre enorme y jovial, había sido hermoso. Parjasio lo encontró cuando pastor, e insistió en pintarlo. Hoy día la gordura, la exposición obscena de sus carnes, aún contenía el pequeño rostro de aquella tarde.

A veces lo visitaba sin avisar. Miraba los cuadros sin detenerse, gruñendo despacio o contándole a Parjasio asuntos del senado. La costumbre y el fastidio parecían arruinar esos paseos, el mecenas iba regularmente, pero la frecuencia le parecía inusitada y la intrusión molesta. Adivinaba tras esos ojos –que asomaban aún alguna belleza-, su vaga desaprobación.

Dijo una noche –al esclavo apenas le hablaba-, que el senador buscaría un pintor novel. Con esa seguridad, vaga, venida cual de abismos insondables, Parjasio llevó su propuesta a Zoji.

Zoji tenía una fama que Parjasio no ignoraba. Era joven, inteligente y conocedor de los mitos, su detalle y perfeccionismo correspondían a un alma vieja. Para pintar a Helena –le contó su esclavo-, no halló una joven suficientemente bella y decidió recurrir a un artificio: Tomó elementos de cinco modelos para formar la mujer definitiva. Acompañaba con fidelidad la idea de Zoji, que copiar el estilo de otros lo volvería el pintor definitivo. Apolodoro –un viejo pintor rival- decía que Zoji lo había afanado. El joven se reía de las acusaciones. ¿Qué me importan los chocheos de aquel viejo?

Cuando hablaron, el joven aceptó satisfecho el desafío. Al probar ser el mejor pintor, mejor que el maestro Parjasio, él, Zoji, obtendría su fama. El viejo quedó perplejo por el humor y vitalidad de su rival, sentía un escalofrío montar su espalda. No había visto un solo trazo de Zoji, nunca.

Mirando la espalda de su mecenas, Parjasio no podía concentrarse. Recordó pensar que ya buscaba un remplazo. Tras el campo, el mercado. Los gruñidos lentos, los pasos pesados, los ojos azules. Tras un pase de su pincel. Y el templo que Zoji había ilustrado lleno de dioses, de sus pintores, de sus mecenas. Las sombras de Apolodoro, los dos ya viejos. Su esclavo, que solo y sin talento como él era, tenía igual tanto más futuro. Los rebaños que había abandonado, la mugre brillante.

Tan apenado como jamás estuvo, Parjasio ya parado frente a Zoji, pintaba ágil. Desesperado o inspirado, como se hallaba, sintió nuevos bríos como de juventud, una un tanto pálida y cobarde. Zoji lo mira a los ojos, con una sonrisa vaga. Retrocede, ya confiado, incluso sorprendido. Su mano, como la de un artista, le pide que se acerque.

En la tela de su rival, un ave se monta al fresco y trata de picotear una uva que no existe. Un segundo gorrión vuela y lucha con el primero picoteando, compitiendo por la ilusión.

– Mi arte –concluye el arrogante joven- engaña a la naturaleza misma.

Aún contempla Parjasio ese milagro, mira a través del cuerpo del ave, del dibujo de la uva y piensa que ese púrpura llevaba su mecenas cuando lo conoció en el campo. Zoji alza las manos y pide a Parjasio que alce la cortina, que revele su obra.

Extrañado el maestro intercambia una mirada con su esclavo, y se avanza hacia su tela. Zoji lo mira expectante. Entonces una transformación se lleva a cabo en el artista, primero, sus ojos se ensanchan perceptiblemente, su cuello se sonroja y se yergue con alarma. Explota su risa, clara y sonora como el timbre de una campana dorada. El esclavo, e incluso Parjasio se permiten leves sonrisas.

– Usted ha ganado Parjasio, soy hombre y puedo admitirlo. Yo engañé a la naturaleza, usted al embustero.

Le dio un abrazo vigoroso. Tomó su pintura ahuyentando las aves, y se alejó, un poco como lo hacen los personajes míticos de las vasijas.

El viejo maestro se retiró pensativo y el esclavo que cargaba su fresco con alguna dificultad, le seguía a unos pasos. Finalmente, bajada la colina preguntó extrañado.

– Maestro, ¿quién va a pagar por una cortina dibujada? –Parjasio sintió su desasosiego.