Es un poco triste que el estereotipo lector pueda ser acusado de lánguido, y tanto más que ese estereotipo llegue a confirmarse no pocas veces en los autores. No nos desviemos pensando a caso en los grandes escritores y poetas boxeadores, o los marineros, o los soldados. El peor tipo de desvalido, físicamente hablando, podría ser el academista profesional, a quien además suele achacársele el peso de la vejez.
En fin, no sé si escribir envejece o si es una actividad que solo se encuentra lograda cuando las canas ya no se buscan, el caso es que parece ligarse y venir en el deterioro del cuerpo. La oposición de la vida y la literatura, tan desgastada como es, no podría figurársenos menos radical que aquella del cuerpo y el espíritu. En la pura materialidad del sudor, y en la inmaterialidad de la palabra. ¿No es así por fuerza la palabra? ¿un objeto inmaterial? El escritor pues, es el del músculo imaginario, donde radican sus mayores logros y sus más penosas flaquezas.
Aunque quizás exagero, podrían ser bastante más penosas las desventuras o inconstancias del cuerpo escritor. Nunca, o acaso siempre, la noción de un cuerpo académico se nos ha figurado tan impotente. Y es que si se suscribe a una teoría literaria de lo vivencial presuponemos que los grandes autores han tenido experiencias asombrosa, o su literatura no lo sería. Pero fallamos tal vez en traducir que el asombro ante la realidad puede venir de su tarea de novedad y desconocimiento, que puede ser aún más magnífica la expresión sobre el mundo desconocido y bien descubierto, que la experimentación de las cotidianas aventuras. Quince mil excepciones habrá en estas circunstancias ya descritar, pero podemos incar tantos aciertos en este objeto.
Se sabe, no obstante, que la experiencia del cuerpo no se suprime. Nada más presente, nada más impuesto en nuestra existencia que los placeres y las desdichas de las experiencias físicas. Inconstante o torpe, toda sensualidad proviene también de la experiencia de la carne, su expresión tan inexplicable entre deseo y trámite, entre el puje inmediato de las pieles y la imaginación, el romance, amor u odio. Son objetos cercanísimos, tan notoriamente entrelazados que las huellas son del todo tangibles. Un cuerpo puede sentirse capaz de amar, y ser incapaz de amar. En esa duda sensorial encontramos sencillas ficciones silenciosas, que damos por hechas y nos repetimos día tras día. Acaso el escritor barato recurre a ellas en lo constante.
Una imágen que la asamblea imaginario de los autores envejecidos por la edad me evoca la noción de que el cuerpo que envejece no se deteriora, sino que recobra consiencia de lo que es. No se siente ya digno de las colosales hazañas de Hércules, y comprende que en las leyendas de piedra gastada no se reivindicará su apolónica figura. El cuerpo se acerca al sentir del instante, ganando la capacidad que acaso nunca tuvo de mezclarse consigo mismo en el instante presente. No pocas veces se ha aventurado la idea de que la noción del tiempo cambia drásticamente con respecto a la edad, me parece verosímil que la memoria del cuerpo cause dicha distorsión.
A veces pienso que solo a través del cuerpo, del espacio vital, de los vacíos y las corrientes de aire, que solo a través de eso el lenguaje llega a tener sentido. No solo el lenguaje, sino los otros seres humanos, el cuerpo humano está absolutamente siempre rodeado de espacio, indistintamente embarrado en su piel, o dentro de sí, cuya insistente caricia no ignoramos pero no causa otra ansia que la indiferencia. Creo en la poesía, y me parece que responde a este modo de contemplación, a un espacio del cuerpo en el que se intenta resentir, como si no fuese una simple añadidura y redundancia, el efecto que el objeto mismo de la voz/el sentido/la escritura tiene en nosotros. Físicamente, guturalmente. Para no maldecir el destino que es la vejez, me gusta pensar que en ella se contempla en cierta forma este tipo de poesía, aquella en donde la sorpresa y la novedad ya no dibujan el menor atractivo, pues la imaginación no es una escala de variables coloridas, sino la satisfactoria sensación de nuestros estímulos táctiles.
Y pienso, en medio de tanta extraña edad, que estoy viejo y que he querido a mi cuerpo como es, con todo y sus faltas. Pero no debo serlo tanto, porque a veces me imagino que los cuerpos, como el mío o el suyo, podrían ser otra cosa. Aún.