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Sueño de pierna

2 Mar

Es un poco triste que el estereotipo lector pueda ser acusado de lánguido, y tanto más que ese estereotipo llegue a confirmarse no pocas veces en los autores. No nos desviemos pensando a caso en los grandes escritores y poetas boxeadores, o los marineros, o los soldados. El peor tipo de desvalido, físicamente hablando, podría ser el academista profesional, a quien además suele achacársele el peso de la vejez.

En fin, no sé si escribir envejece o si es una actividad que solo se encuentra lograda cuando las canas ya no se buscan, el caso es que parece ligarse y venir en el deterioro del cuerpo. La oposición de la vida y la literatura, tan desgastada como es, no podría figurársenos menos radical que aquella del cuerpo y el espíritu. En la pura materialidad del sudor, y en la inmaterialidad de la palabra. ¿No es así por fuerza la palabra? ¿un objeto inmaterial? El escritor pues, es el del músculo imaginario, donde radican sus mayores logros y sus más penosas flaquezas.

Aunque quizás exagero, podrían ser bastante más penosas las desventuras o inconstancias del cuerpo escritor. Nunca, o acaso siempre, la noción de un cuerpo académico se nos ha figurado tan impotente. Y es que si se suscribe a una teoría literaria de lo vivencial presuponemos que los grandes autores han tenido experiencias asombrosa, o su literatura no lo sería. Pero fallamos tal vez en traducir que el asombro ante la realidad puede venir de su tarea de novedad y desconocimiento, que puede ser aún más magnífica la expresión sobre el mundo desconocido y bien descubierto, que la experimentación de las cotidianas aventuras. Quince mil excepciones habrá en estas circunstancias ya descritar, pero podemos incar tantos aciertos en este objeto.

Se sabe, no obstante, que la experiencia del cuerpo no se suprime. Nada más presente, nada más impuesto en nuestra existencia que los placeres y las desdichas de las experiencias físicas. Inconstante o torpe, toda sensualidad proviene también de la experiencia de la carne, su expresión tan inexplicable entre deseo y trámite, entre el puje inmediato de las pieles y la imaginación, el romance, amor u odio. Son objetos cercanísimos, tan notoriamente entrelazados que las huellas son del todo tangibles. Un cuerpo puede sentirse capaz de amar, y ser incapaz de amar. En esa duda sensorial encontramos sencillas ficciones silenciosas, que damos por hechas y nos repetimos día tras día. Acaso el escritor barato recurre a ellas en lo constante.

Una imágen que la asamblea imaginario de los autores envejecidos por la edad me evoca la noción de que el cuerpo que envejece no se deteriora, sino que recobra consiencia de lo que es. No se siente ya digno de las colosales hazañas de Hércules, y comprende que en las leyendas de piedra gastada no se reivindicará su apolónica figura. El cuerpo se acerca al sentir del instante, ganando la capacidad que acaso nunca tuvo de mezclarse consigo mismo en el instante presente. No pocas veces se ha aventurado la idea de que la noción del tiempo cambia drásticamente con respecto a la edad, me parece verosímil que la memoria del cuerpo cause dicha distorsión.

A veces pienso que solo a través del cuerpo, del espacio vital, de los vacíos y las corrientes de aire, que solo a través de eso el lenguaje llega a tener sentido. No solo el lenguaje, sino los otros seres humanos, el cuerpo humano está absolutamente siempre rodeado de espacio, indistintamente embarrado en su piel, o dentro de sí, cuya insistente caricia no ignoramos pero no causa otra ansia que la indiferencia. Creo en la poesía, y me parece que responde a este modo de contemplación, a un espacio del cuerpo en el que se intenta resentir, como si no fuese una simple añadidura y redundancia, el efecto que el objeto mismo de la voz/el sentido/la escritura tiene en nosotros. Físicamente, guturalmente. Para no maldecir el destino que es la vejez, me gusta pensar que en ella se contempla en cierta forma este tipo de poesía, aquella en donde la sorpresa y la novedad ya no dibujan el menor atractivo, pues la imaginación no es una escala de variables coloridas, sino la satisfactoria sensación de nuestros estímulos táctiles.

Y pienso, en medio de tanta extraña edad, que estoy viejo y que he querido a mi cuerpo como es, con todo y sus faltas. Pero no debo serlo tanto, porque a veces me imagino que los cuerpos, como el mío o el suyo, podrían ser otra cosa. Aún.

Ver vida

11 Feb

(Con cariño a los actores de carrera, vivos o muertos)

Alguna vez dije que el cine nos ha cambiado la manera de mirar, pues distintivamente ha generado planos que el simple ojo humano no puede reproducir. Decimos que las herramientas extienden nuestros sentidos y que la memoria misma es una manera de interactuar con el universo. Toda extensión de los sentidos modificaría sin duda nuestro imaginario, de ahí que muchas sensaciones que se nos han reservado fueran ajenas o raras para una persona de otras épocas.

Un ejemplo bastante sencillo que sucedió entre la conversación de una cena: el testimonio. Tenemos que entre todo lo comunicado a través de una obra cualesquiera se filtra una cantidad involuntaria de información que va ilustrando ciertos cambios en la historia de una vida. El ejemplo literario es sin duda la obra de un autor cuya secuencia vital e intelectual puede perseguirse a través de sus lecturas, un ejemplo claro es Tolstoi -otro que me parece digno de mención y que es latinoamericano sería José María Arguedas-. Además de los volúmenes que tienen un contenido eminentemente autobiográfico, podemos notar la sensibilidad y el interés detrás de cada texto, no pocas veces identificaremos también la fatiga. Borges la cita en alguna de sus obras, arguye que la vejez inclina a los autores consumados a recurrir a las formas breves, limitación que del mismo modo puede atribuirse a un escritor ciego. En sí las carencias espirituales y las físicas suelen acompañarse, más acaso en el caso de las artes cuya aplicación es física más que en cualquier otro.

La figura del autor tiene algo de privilegiado en este universo de envejecimientos, pues no solo se trata de la figura identificable y corporal que solemos atribuir a la obra fílmica, sino que además presenta en un sentido muy literal la transformación personal de un hombre a través del tiempo. Sean o no la mayoría, un gran número de autores de profesión han enunciado carreras que nos permiten presenciarlos en distintas edades, con la extraña transformación y decadencia que los años suelen achacar en el cuerpo humano. Por supuesto, los discretos saltos entre cada película y la facilidad con la que podemos hallar una edad u otra intercambiando el órden de las ficciones pueden ser lugares comunes hoy día. Pero entre más intrincado volvemos la fantasía de esta extrañeza con más facilidad ponemos una pantalla de imaginario que no nos permite hallar una virtud innegable dentro de estos viajes temporales. Tal vez el impacto llegaría a nosotros solo si viésemos cada película el año de su salida y tratásemos de recordar la impresión que el protagonista nos causó en su momento determinado, o emplear una distancia análoga a la sugerida con una cantidad amplia de años de diferencia, podría intentar seguir la trayectoria de Charles Chaplin con la misma distancia temporal entre cada una de sus obras e intentar redescubrir en esa novedad mi propia impresión, un ritmo vital que entienda.

Es excepcional esta posición en que podemos presenciar la vida biológica de una persona en frente de la pantalla, conforme los años actúan con ellos y aprendemos a no reconocerlos. Si uno conjuga además a ciertos actores que han comenzado sus carreras desde sus años más pequeños, entramos en una dimensión de familiaridad visual que acaso sería posible ver tan solo para con nuestros hijos o nuestros hermanos. Y un fenómeno que podría tan solo ser tratado de detalle ilustra que nuestra manera de digerir el universo ya ha cambiado, que la noción de la distancia y la reproductibilidad no se asemeja a lo que generaciones anteriores a la nuestra pudieron concebir en los mismos objetos.

Puede ser también una cuestión de detalle, pero el internet ya ha obrado ciertas magias similares en nuestra memoria, nuestra mirada e incluso nuestra intimidad. Vale la pena interrogar de vez en cuando lo que uno sabe, y no lo que cree que sabe.

N** S**t****

16 Dic

Cuando me sucede que estoy en una gran ciudad, tomo prestada la nostalgia de muchos escritores y poetas citadinos, que si han vivido en esos sitios por largos periodos de tiempo. Y es que de cierto modo esa nostalgia es lo que mejor se me comunica, como un espacio figurado en que puedo fácilmente creer sin ponerlo mucho en duda. Pero por supuesto, el tiempo a arrastrado y desfigurado los espacios de dichos textos dejando solamente el cuerpo histórico -el sitio-, el espacio físico del texto y la nostalgia.

Porque lo propio de la ciudad es írsenos perdiendo, resbalarse entre nuestros dedos cual si fuese arena, y viendo como se pierde a nuestros ojos inevitable como la vida. Y de ahí la imagen de la ciudad como ente viviente: no hay entidad orgánica que no muera muchas veces, reinventada por la necesidad de cada instante.

Pensaba subiendo por los infinitos laberintos de un metro y empujando las pesadas portezuelas para abandonar el circuito, que no están hechas para alguien de edad. Y luego que pienso que es al revez, que los viejos no están más hechos para esos trotes, que sencillamente el espacio se les va borrando. En eso consiste la vida del cuerpo y lo que se conoce como supervivencia del más apto: la habilidad de conservar un espacio. De hacer que el tiempo se parezca al espacio.

La literatura es supervivencia y representa o puede representar un mismo espacio físico. La analogía funciona a varios niveles: el texto puede ser el cuerpo, con sus funciones de lenguaje, su sentido íntimo, su intraductibilidad, su época. Puede estar no solo en la estructura sino también en lo narrado, puede también sobrevivir por la lectura frecuente y devota de más de un lector. El espacio físico perdido, sería la transformación de la ciudad: el lugar de asentamiento existe, pero la vida citadina se vuelve simplemente un vil despojo.

Podemos decir sin duda que los textos envejecen, aunque el juicio de su muerte y desaparición sea más extraño y alarmante, también es mucho menos atractivo. Simplemente la vida orgánica presenta la misma forma: la muerte nos parece de una graveza alarmante de entrada, porque se ejerce cual violencia, pero el verdadero temor que remite al cuerpo no es otro que la vejez -no menos irreversible-. Y entre los dos males: la senectud y la muerte, no pocos elegirían la segunda.

Hablando de recuperar espacios literarios este es un punto de entrada que no deja de pasar por académico: cuando un texto envejece y logra una suerte de indecifrabilidad, la atención e interés del lector suelen no ser suficientes. Por esto muchos textos se descartan de antemano. Aquí se hace su tarea el conocedor, aquel que dedica tiempo y esfuerzo a minuscias propias de tal o cual literatura. Es una barrera prácticamente insaldable cuya explotación raya en límite de la divulgación.

Por lo general soy un obstinado en la defensa de todas las literaturas que puedan venir de la periferia, pero aquí soy muy escéptico. De cuando en cuando habra un George Foreman que con una cantidad decente de trabajo logrará traspasar esta línea de la vejez textual, pero por lo general uno no es capaz de superar las deficiencias orgánicas. Lo peor de este escépticismo es que transforma cierto tipo de literatura secundaria y crítica en una suerte de antropología cuyo valor estético se hallaría prácticamente perdido para el mundo. Producimos tanto arte que se derrocha, cae al suelo y se hecha a perder.

Y me molesta también pensar que se trata de un pensamiento esencialista que descarta de todo al objeto por el que se siente nostalgia y busca simplemente la nostalgia misma. Porque la nostalgia es una abstracción, y pese a todo la experiencia de un texto o una ciudad es una opresión física, algo corporal. Además de la dificultad de transmitir un envejecimiento que no se ha vivido: no he pasado por los sitios antiguos y solo puedo imaginarlos a través del autor que me guía por sus calluelas, sin embargo puedo constatar esa desaparición de primera mano, como reconocer del mismo modo que un texto me ha dejado de funcionar.

Debo reconocer que en cierto modo la nostalgia que siento en estas ciudades, debe ser propia. Que el recuerdo de los textos es como la visita, que en cierto modo reproduzco para casearme en mi misma nostalgia. Así pues debería parecer todo, una extraña apariencia. Eso es lo que nos queda de lugares tan masivos e incuantificables: un gran masa de experiencia.

Sabor a vivo

8 Ago

Por falta de ingenio, fatiga o lo que se puede pensar como un vicio literario, pocos hombres faltamos en adjudicar una cierta universalidad a la naturaleza de nuestras vidas. Son los escritores quienes tienen el desatino de declararlo públicamente. No voy a depreciar esta calaña de la cual formo parte ni sustentar argumentalmente sus desvaríos, me baste decir que recrear un concepto a través de la vida tan sensible y tan pocas veces argumental suena al desafío de un loco. Mas hemos de señalar esta extraña característica para reencontrar en ella una situación no sin interés: La oposición.

Se pueden notar mis marcadas filiaciones con determinados temas relativamente mundanos. La periferia, el animal, la sensación -en fin, si han puesto atención los conocen-. No niego ni corrijo estos gustos generalizados, que me permiten participar de algún modo del banquete de los juiciosos. Entiendo que mi carácter me permite esta hazaña pública, no tanto por mi anonimidad -que es prominente-, sino por la misma teoría vital que sostengo hoy en día. No me sorprenderé en el momento en que mis gustos cambien y sostenga lecciones distintas radicalmente a las que hoy predico: Sería raro lo contrario.

Ahora pues, recuerdo haber leído en un blog compañero, que la gente suele fascinarse con aquellos autores que no se arrepienten, que siguen sus teorías de la vida por toda su existencia y hasta la última consecuencia. La masa lectora, somos aparentemente románticos. Queremos genios incorruptibles decididos y totales, cosa que se presta bien en la ficción, mas suele tener desastrozos resultados. Bolaño, que vamos a mencionar bastante en los proximos días, me parece construído como una de estas figuras mítico-públicas, más o menos a la suerte de su éxito y la vida que llevó. Si en su vida se transformó la manera de contemplar el mundo, por lo menos hoy, no nos interesa.

Pasando por Bolaño, creo que iré descubriendo en los meses siguientes, cuán fuertemente se opone a mi propia comprensión de la vida. Presento el fenómeno de antemano para luego justificarlo y desarrollarlo. Esto no quiere decir que el muerto o yo tengamos alguna primacía en lo que es verdad, creo con bastante convicción que por lo menos yo debo estar equivocado… El caso es que al mismo fenómeno le otorgamos diferentes valores, y esto, con la medidad de la vida de cada uno, no podría ser más común y corriente.

Lo interesante tal vez sea este estado de verdad que me parece, no puede ser sino evidente. Hablaremos de una forma u otra, del mismo hecho, sacando conclusiones distintas y contradictorias, pero el hecho está ahí. Si la sensibilidad es distinta es que la misma cosa siempre se vive en momentos y con razones distintas, no podemos situarnos en ella, cual si se tratase de un tiempo determinado. No, realmente, sería más raro estar tan de acuerdo, aunque el caso se dé.

La sensación de antagonismo no quiere decir que no valore ni aprecie la obra de Bolaño, cuyo interés no voy a negar, aunque admita que mucho viene de su reconocimiento. Me gusta pensar que si los autores hacen un buen trabajo saliendo al mundo, más lectores aprenderán a leer con ambición. Yo no pediría mucho más. Mi aprecio por dicha obra, menguante o difuso como puede ser, no contradirá de ningún modo mi desacuerdo con dicha visión. Ningún autor presupone que el amable lector estará de acuerdo con él, a menos de que se haga un poco el idiota. Tal vez Bolaño hable así, o exprese así esta visión del mundo con sinceridad y convicción, o tal vez es simple provocación. Hallo que la visión es consistente y que se expresa con maestría, ¿no sería esto ya un logro?

Para no romper la regla de la preterición, no entraré en detalles en que consiste nuestra oposición «ideológica», básteme decir que soy un hombre jóven y Bolaño fue un novelista tardío, cuyas visiones tal vez son evidentes por cuestiones de edad que cualquier crítico relevaría. Quiero pensar, no obstante, que nunca llegaré a compartir dicha visión del mundo, aunque fuese por restar original. La originalidad es, en el caso de estos desatinos extenuantes, no una medida de novedad, sino de honestidad. Nadie es estrictamente original, mas se puede ser estrictamente humilde al respecto.

Estoy leyendo 2666 y me gustan las obras inconclusas.