A uno como autor a veces le interesan cosas absurdas como la hegemonía de su lengua. Insisto, es casi risible viniendo de un escritor en español que tiene varias audiencias cautivas, incluyendo parte de la población de Estados Unidos, nosotros no tenemos tanto miedo. Mas me interrogo igual, de esta preminencia, de la interrogante que nos viene al concebir un trabajo en idioma original.
Incluso si yo fuese un autor realmente minoritario la hegemonía de la lengua no es una tragedia, mientras uno viva y la maneje, su permanencia está asegurada y después, uno está muerto así que no importa. Aunque bueno, muchos literatos son románticos, probablemente habría discusiones acaloradas y opiniones de pasión sobre el patrimonio cultural que cada lengua es. De acuerdo, eso por un lado, no estoy diciendo que las palabras desaparezcan sino que ganen importancia y lugar dentro del mundo moderno.
Típico, mientras más gente lo lea a uno, va a creer que escribe mejor. Con esta mentalidad nadie escribiría blogs o poesía gente, la lectura es bastante más que un consenso cuantitativo entre gente del mismo idioma. Además, el sueño de la hegemonía del lenguaje es menos un objeto personal que la sensación de pertenencia que nuestra lengua misma nos sugiere. Al menos en mí, que excecro el sentimiento nacionalista, siento una genuina admiración por mi lengua*.
Aunque también hay algo del idioma que es un objeto y al que tenemos cerca como un apéndice, un tipo de fuerza cotidiana consoladora de algún modo. Si existiera un providencial planeta con un idioma original, la gente terminaría por hablar distinto, pues la palabra expresa demasiados deseos fundamentales del ser -y a la vez es tan compleja- que no va a desaparecer por fines pragmáticos. El idioma no es tan solo porque es propio ni patrio, simplemente le prestamos una atención particular y nos relacionamos con él. Como cualquier relación importante, esperamos de algún modo su prosperidad a futuro.
O tan solo exteriorizamos la frustración de no entender. Cuando uno es niño se acostumbra a no poder explicarse ni comprender las acciones de los otros, y en eso se nos pasa la infancia, tranquila y del todo zen. Luego encontramos una resistencia, asumimos pesadamente que no hay excusas para que en este mundo de comodidades, la palabra no nos sea accesible; debe simplificarse todo, incluso el habla. Aprovechando esto me gustaría corregir la mal fundada y risible noción de que aprendiendo el inglés uno puede comunicarse con gente por todo el mundo, admitimos que el inglés es abundante, pero no se ha vuelto un pelo más fácil de aprender desde los tiempos antiguos y no podemos comunicarnos sin esa comprensión que tanto no queremos hacer entrar en nuestras cabezas.
*- Claro, tenía que ser escritor.
Entonces una mezcla de amor algo propio e impotencia, bonitas razones para justificar la cultura. Un apologista de la variedad que soy, asumiría que alguna concesión debe lograrse en vista de que los idiomas agracian el mundo con distintos modos de habla; más rápidamente la modernidad y sus jeans de mezclilla arrojan mis buenos instintos por tierra. Nop, parece que nos estamos quedando en la identificación del hombre con su idioma, y que nos reivindica la capacidad céntrica en que esta identificación nos coloca frente al canon «occidental».
A menos claro, que cambiaramos nuestra relación tradicional con el lenguaje a algo que va más lejos de la simple comprensión de sentido, y sospecho que el arte puede sugerir un par de maneras de lograrlo. Pensemos en la traducción -forma principal de interacción entre idiomas ante cierto menoscabo canónico-, y que parte de dos paradigmas igualmente considerables, como la traducción literal y la más libre. Este simple sistema que parece un cambio de idiomas básico, no puede sino reconocerse también una visión del idioma como un elemento productor. Pensar que un idioma expresa cierta cosa de tal o cual manera, encontrar maneras ricas de discutir, ya es algo que se acerca al propósito del arte.
Entiendo que José María Arguedas escribió su poesía en quechua, pues consideraba que la importancia de la oralidad en la cultura andina era muchísimo más central que en la propiamente «peruana». Redefinir la manera de usar la palabra, de ver el propio idioma. Yo creo que lo que trabaja Arguedas no es sino consecuencia inevitable de ser políglota, hay un principio fundamental que te sugiere el empleo distinto de un idioma y otro, entiéndase, considerar cierta excepcionalidad al objeto más allá de su valor puramente discursivo.
Luego, he oído frecuentemente esta pregunta: ¿Piensas en español o en francés?
Leve como puede parecer, creo que dicha interrogante permite algún sentimiento poético y no pocas reflexiones.