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Sin título

17 Oct

Se dio el extraño caso de fui a ver una película reciente, y por consecuencia regresé con varias meditaciones sobre el cine. Es algo más o menos sintomático en mi modo de vida, cualquier azar y salida de lo cotidiano me provee de una relflexión automática -no pocas veces vacía de interés-. Uno diría que el salir de la rutina se asemeja a redescubrir el mundo. Pero estoy divagando, volvamos al primer punto del a cuestión.

Viendo The Artist, constaté primeramente algo muy extraño: que me gusta el cine cinéfilo. Poniéndome a pensarlo me dije, no tiene razón de ser, apenas veo películas y fuera de un desatinado propósito de ver cine hace dos años y medio, nunca lo he colocado en modo alguno como prioridad. Mas entre el cine que he llegado a ver, se encuentran no pocas gemas cinematográficas que cayeron en mi regazo a fuerza de recomendaciones y clases de cine. Cabe decir que a Cécile le pasa más o menos igual, y tiene también dichos gustos. Entonces, lo raro es que, siendo yo absolutamente casual en mi gusto cinematográfico, tenga gustos de educado. Sí, he tomado clases de cine, pero eso no quiere decir mucho.

El caso me intriga de igual manera para con Cécile que ha estudiado menos cine que yo y a quien le disgustan más visiblemente los intelectualismos que yo me cargo. Entiendo que hay personas que infieren por mi modo de hablar que considero el arte como un trabajo de reflexión y la lectura como una experiencia docta. Eso es simplemente mentira, creo que mucho de lo bueno es popular e irreflexivo, pero ante todo simple. No hablo simplemente de la elegancia, hablo de las expresiones humanas vanales, que gracias a su abundancia expresan más completamente lo que somos y lo que queremos ser. No sé si esto sonara menos intelectualizado, pero si fallé, tomense el lujo de creerme bajo palabra.

El objeto de mi gusto, no radica en una voluntad erudita. En el caso del cine no se puede justificar por conocimientos o prácticas que yo sea otra cosa que un superficial amateur. ¿Por qué tragar deliciosamente visiones sobre filmes antiguos, sobre el cine gringo de los 40 o sobre el cine mudo? Voy a conjeturar que como es el caso con Cécile se debe a que creo en la búsqueda estética de la imagen. No es porque una película sea buena, ni bestseller, ni independiente que una búsqueda estética no se puede proponer. Pero en dicho caso valdría la pena preguntarse si un cine menos inclinado a la erudición no es también, un ejercicio de belleza válido, y la inclinación mencionada es arbitraria.

Aquí vale la pena a lo mejor inventar un concepto de cinéfilo. El cine de aficionado no se muestra sino por la voluntad propia de designar una cierta tradición estética al reconocerla poseedora de una belleza particular. Sería como reconocer versos perfectos en una antología y lanzarlas durante otra obra completamente distinta. Por supuesto, el cine es aún más compacto pues una imagen es muchas cosas a la vez, y estos recordatorios voluntarios de una imagen existente, no hacen sino confirmarlo. ¿Puede ser bueno el cine de aficionado? Entiendo que sí, los recordatorios del pasado no son frases muertas sino un objeto que se revitaliza con la lectura. Una imagen también es la obra.

Hasta este momento creo que sostuve un razonamiento más o menos aceptable, mas luego reconocí la limitación. A veces abordo el cine como si se tratase de una extensión del fenómeno poético, pues me digo al fin, que su validez se juega en el poder de la imágen como tal y no simplemente en limitarla como un dispositivo de comunicación, que el cine no es sobre todo contar películas. Pero caigo rápidamente en cuenta de que la poesía como objeto no es una forma que me quede del todo clara, a final de cuentas no es la expresión genuina y clara de una imágen (el gesto, que es la unidad del cine mudo), que es poética por ser genuina, ni tampoco la ambigüedad de significaciones (el cine surrealista) que sustenta la evaluación lírica del objeto visto. No puedo dar cuenta de la sensibilidad mejor con palabras que con imágenes, los métodos y las escuelas se prueban insuficientes. Un cinéfilo pues, no está presente para explicar el funcionamiento de la obra sintetizada que reproduce en su trabajo, sino para reconocerlo. En el reconocimiento está el recuerdo, y en ello la experiencia de cierta felicidad.

Por esto mismo el reconocimiento de este tipo de cine por sí mismo, dice poco. Acaso decir mucho sería un error más aberrante. Yo supongo ahora que el tino de esos filmes que agrupo bajo el título de cine de aficionado y que me han encantado, son valiosos para mí por voluntades diversas y cambiantes. Es dolorosamente evidente que el arte no nos gusta por una sola cosa. De ahí lo desconcertante.

Pagina dibujada

28 Jun

Ahora que reflexiono sobre la ilustración es sospechoso que guste especialmente a los niños, o más bien, que deje de gustarnos envejecidos reconociendo el impacto visual que poseen. ¿Por qué no aceptar la imagen como una herramienta de entendimiento al nivel de la palabra? ¿por qué se reduce la ilustración a los libros infantiles?

Sobre esta cuestión de la edad, hay que recordar lo paradigmático de los libros infantiles, el hecho de que no son niños sino adultos que los conciben. Si uno mantuviera la mentalidad de un infante, los libros como los conocemos no existirían. Muchos empleos de la imagen se quieren como una variante pedagógica de la información, mas se quiere siempre que funcione como una introducción al texto. El arte, en sí, no pareciera tampoco responder al mismo afan que las ilustraciones tienen en los libros mencionados, pues las estéticas adultas son enteramente distintas a las ahí mostradas.

Mi deducción -bruta- es considerar que el niño emplea la imagen con una finalidad distinta y prácticamente opuesta a la que el arte de la pintura encarna. Por varias razones no vale la pena intentar concretar el argumento, mas la hipótesis sería que para el niño el objeto es una manera de enteder -supercede al lenguaje-, mientras que para el arte es un objeto-en-sí-mismo o una experiencia. Estoy bastante seguro de que aún entonces, la visión infantil no excluye las espectativas puestas por el arte, sino que sencillamente no las favorece. Mi conclusión sería, que la visión infantil por ser múltiple es más rica, y por esto permite al niño gustar de la ilustración.

Históricamente, el vínculo estrecho entre la imagen y la palabra han sido los conceptos de símbolo y ornamento. Una ilustración podía integrarse a un relato para aumentar su valor de objeto -libro- y embellecerlo de tal manera de que la posesión de este fuese más grata. Entendemos que conforme la producción en masa ha ido dominando los medios de producción menos visiones artesanales del libro y la imagen ha podido constituirse. En este sentido la ilustración no distaría de la caligrafía, que aún en nuestra visión parcial del libro, propone un cierto valor añadido y estético que podemos intuir.

La función símbolo es un tanto más problemática, sugiere en realidad, una sustitución analógica de un objeto por otro, mas no se trata de una función de lenguaje. Digo que no se constituye como un lenguaje pues carece de un poder de auto-referencia, el símbolo envía a un objeto pero el conjunto de ilustraciones no envían a la totalidad del libro, son un apartado, son símbolos adjuntos y no símbolos íntegros del texto en sí. Tal vez encontremos como excepción textos esencialmente antiguos como se puede tratar de la biblia, que si uno se lo permite, puede ser leída como una colección de imágenes que refieren a un objeto de fe, y a su vez constituyen juntas la totalidad del relato enunciado. La función simbólica de la imagen pues, no parece concretarse en los textos de ficción, pues su manera de conjugarse resulta incapaz de dar cuenta de dicho valor analógico que inclina al lenguaje.

Podría sin duda, tenerse alguna edición de tal o cual texto conocido -digamos la Comedia-, que recorriendo con ilustraciones toda la narración, imitara la forma simbólica que mencioné arriba, en la cual la totalidad de imágenes remite a todo el texto, como cada imagen es símbolo de un valor abstracto. Intuyo que aún en este caso valiente, nos quedaríamos en la parcialidad del valor visual. Esto tal vez se deba en que el artificio en cuestión consistiría en montar unos cuadros a partir de un texto ya existente, en el rigor de que siempre el texto será anterior a la ilustración. En esta subordinación, me parece, no puede hallarse el valor total de comunicación de la imagen, que ya en otra ocasión, mencionaremos dentro de su función vichiana.

Los libros para niños también contienen ese grado de artificialidad que mencioné en el ejemplo anterior, mas la lectura típicamente niña sobre pasa las espectativas de creación, y supone que la imagen antecede al texto, pues muestra al objeto real que el texto refiere, y dado que el texto se debió recopilar después de los eventos enunciados, la imagen es anterior a él. Este tipo de ficción es empleada por Antoine de Saint-Exupery en su Petit Prince, cuando cuenta la anecdota de los dibujos, entre ellos aquel del la boa que come al elefante. Esa imagen, dentro del contexto de la historia, antecede al relato mismo del encuentro con el principio y remite en la ilustración, la referencia primera al objeto real, superando la relevancia del texto.

Lo que no quiere decir que la imagen deba luchar tan solo por recuperar su calidad de discurso dentro de los libros, podríamos también querer, por ejemplo, que el texto recupere su calidad de imagen. En cierto sentido, los caligramas de Apollinaire persiguen estos efectos. Y se le ocurrirán a usted, otras transgresiones acaso más reales.

Plasmaciones

25 Jun

Antes de entrar en la discusión inevitable de la historieta, vale la pena recordar algunas bases de la relación imagen y palabra.

Hay muchas maneras de abordar este concepto, concretamente, voy a hablar de la imagen física en la literatura física, entiéndase, el libro que alterna con ilustraciones. Entiendo que las ilustraciones sufren el perjuicio de muchos tipos de lectores, aquellos que mantienen el mito de que la noción de texto puro se liga a la literatura de calidad. Esto sufre de bases muy inconsistentes y ha sido atacado con frecuencia durante el siglo XX, aunque el uso generalizado de la imagen -por razones que mencionaremos-, esté lejos de ser la norma hoy en día.

Los problemas que se relevan de la ilustración son múltiples, y parten casi de la pregunta de la esencia ilustración (¿qué ilustración -qué ilustrar-?). No hay una relación entre imagen y texto, este diálogo es muy rico. Uno de los primeros dilemas que tenemos es que al interior de un libro, es por demás genérico esperar que la ilustración esté subordonada al texto, que la palabra importe mas. Voy a sostener que este punto de vista es dominante para tratar de explicarlo, pues creo que responderá correctamente muchos errorres que pueden surgir al juzgar nuestro tema.

Ilustración y texto no son objetos que puedan reemplazar el uno al otro, su manera de ser entendidos es fundamentalmente muy diferente. Dije antes que la vista es una seductora más poderosa que la palabra, pienso que de ahí procede el nacimiento -o mejor dicho, renacimiento de la ilustración, la pintura antecede a la palabra-. Mientras que el niño entiende y adora la dimensión ilustrativa de la imagen contra la abstracción del texto, el adulto suele opinar que una imagen requiere explicación. Aunque no sean literatura, una pintura se nos figura mejor con una pequeña nota descriptiva. De cierta forma el fenómeno que hallamos es que el código para comprender lo visual nos es menos cotidiano, y por lo tanto hostil. La comunicación se nos vuelve fundamentalmente discursiva.

Y sin embargo, la ilustración sigue siendo bella, añade a todo sitio donde se emplea un cierto carácter ornamental. Un libro si tiene el potencial de volverse más bello añadiendo imágenes, y encuentro que esta lógica es la que persiguieron los editores de aquella versión del Quijote con litografías de Dalí. Esta visión estética del elemento visual no ha vuelto generalizado el empleo, y diré que parte del asunto es una cuestión económica. Otra es la noción de desinterés, la lectura cerrada que se tiene al abordar una obra y esperar solo encontrarse textos, casi pasar las imágenes saltando ¿hay algún ilustrador o autor que se sentiría halagado por ello?

En todo caso, no tenemos integrada una noción de unión funcional entre la imagen y el texto, podemos por ejemplo, concebir una imagen que ayude a clarificar el sentido de un libro, o un texto que explique una imagen, o incluso que se complementen, pero, ¿tiene que haber una relación solo en el significado? Entendemos de inmediato que parte del encanto de la imagen es su naturaleza sensorial, que se nos figura enigmática, es tanto más rica en su indefinición que en su puro uso protésico respecto al texto. La ilustración puede bien haber pasado de moda porque nunca se le valoró de una manera independiente al sentido -donde el texto se precia casi siempre, por razones que me escapan, la noción de sentido*-.

*- Opuesto inmediatamente a su plural, sentidos.

Ahora bien, hay un par de razones técnicas -además del precio- que limitan la producción de ilustraciones. Primeramente, la actividad solitaria que presupone la escritura y la conversación creativa que requiere el buen empleo de la imagen. Si hablamos de trazos, no siempre es fácil conjugar pintor y autor en la misma persona. Aquí será algún complejo de inferioridad o un recelo profesional, pero el autor no quiere arriesgarse al terreno de los lienzos. Existen naturalmente contraejemplos -se me ocurre Henri Michaux-, mas por lo general hay pobreza en el propósito visual de un autor. Tal vez ya es suficiente que la pintura entre por sí misma en otra escala de valores y otro código simbólico para que cualquier escritor ose acercarse a ella.

Mario Bellatín va a utilizar la fotografía como método de exploración de la imagen. Hay un juego de humor, de confusión de sentidos y de discurso sobre entendido que hace que la imagen aquí se vuelva un objeto perfectamente equipado para la novela moderna. Creo que lo más sorprendente se trata de la concretización que la ficción sufre por medio de esta puesta en escena del texto, por esta caracterización.

Ahora pienso que la analogía no es arbitraria, la ilustración puede parecerse, en muchos sentidos a la puesta en escena de un texto teatral. Uno no discutiría que el teatro en escena carece de valor frente al texto, ¿es normal tanto escépticismo frente a la imagen?

Poderosa como puede presentarse…

7 Abr

Poderosa como puede presentarse la palabra, cede en cuanto a intensidad refiere, a la imagen. No se extañe el poeta que su arte, imite en parte a la visión humana. Y es que es orgánico en nosotros ver para creer (creer siendo, existir). Entender los alcances y limitaciones de esta forma de expresión, nos presentará una ventaja.

No nos inclinemos por la falsa noción de que una imagen vale mil palabras. La visión correcta es intensa y puede marcar una vida. Por otro lado, nuestros vocablos siempre expresan algo, están siempre entre fondos grises y ternos comunicando alguna vaga relación. La imagen de una palabra tiene sonido y sentido. No tratemos pues, de leer literalmente las formas visibles pues la lectura no corresponde a todas. La distancia entre pintura y escritura es esencial.

Encontramos en nuestra vista, menos claridad pero mucha más intensidad. Esta idea de la experiencia se ha transformado, pues nuestra sociedad explora cada día la extensión entera de la tierra. Alguna vez fue sencillo vivir sin conocer la forma de un elefante. Hoy yo puedo abrazar esa imagen, abstraerla hasta crear toda una genealogía de elefantes -razas nuevas o extintas-, sin jamás haber tocado uno. Es una relación de vista completamente extraída de la experiencia verdadera. Si se quiere, hablamos de ficción visual como haríamos de la ficción literaria.

Es válido interrogarse el por qué ciertos animales se han asimilado en nuestro panteón de imágenes de lo salvaje. No sé si usted pueda figurarse irreflexivamente una comadreja o un pájaro campana. Es bastante probable que pueda darle forma a una ballena arquetípica, aunque no pueda inscribirla a una raza ni a una costumbre social de dichos animales. Tampoco podría recorrer una ballena de un golpe de vista, gracias a su inmensa extensión física. Ya comenzamos a rozar la noción de imaginación, de formarse imágenes abstrayendo a partir de lo que hemos visto.

Hay cosas de los tiempos que han cambiado. Se nos bombardea de imágenes por los medios, el cine y la modelación tridimensional son empleados cotidianamente para comunicar ideas, la publicidad nos bombardea con códigos visuales. Seguramente les sucede que una sola mirada puede determinar la diferencia entre una obra de arte y un afiche publicitario -no contando el arte moderno-. Esto es porque vemos ya tanto, que los códigos nos llueven en las manos. Al grado que la literatura se sirve de códigos visuales para añadir sentido a los escritos. La práctica no es sorprendente, mas pide reflexión sobre la imagen.

Sobreexpuestos a la imagen, su fuerza sensorial se ha fatigado. Sigue sirviendo, por supuesto, pero los maestros de la imagen -pensemos particularmente en el cine-, ya han notado que ocultar muchos veces intriga y apasiona tanto o mas que mostrar las cosas. Es un método válido debido a que la imagen es poderosa en gran parte por nuestro imaginario y la capacidad humana de abstaer. Pensemos que Darth Vader viste con una máscara, y de cierta forma se deshumaniza, fundiéndose con la idea misma del mal, a causa de este caracter impersonal.

Insistiré en que nuestro campo visual no sería capaz de cubrir la estructura total de una ballena. No es la vista real lo que interrogamos al discutir el poder de la imagen, sino nuestra capacidad de generar visiones diversas. El cine nos ha permitido ver objetos más grandes que la tierra, ver un ojo humano magnificado a talla imposible y fabricar paisajes insensatos. Nos podemos remitir sin duda al cine por la manera en que introdujo al imaginario literario, ciertas recetas y fórmulas del código fílmico, cosas que en realidad no reproducimos en la literatura y que nos encantan -no todo fenómeno óptico fascina, el telescopio es apenas una extensión del ojo, pero no replica cosas que la vista humana no puede tocar, al menos hasta la introducción de la fotografía especial-. Si es inválida la vieja proposición de que la poesía es escritura imaginada -que sirve a la imagen-, es porque la imagen tiene sus propias funciones poéticas. Popular es la narración cuando la ejerce el cine, no menos legítima sería una poesía visual -ya existe, ¿la conoce usted?-. Mas evidente debe ser la función poética dentro de la fotografía.

Compartiré dos precisiones sobre el hombre como ente voyeurista. Esto remite al natural humano, somos animales de vista como hay animales de oído -la ballena, el elefante- cuyo carácter cultural no puede remitirse al nuestro. Por fuerza de sensibilidad, los adornos elefantes no serían extravagancias de lo visible, sino juegos de eco y palos de agua. Si nos importa este fundamento es por la información que provee, tanto importa conocer la inclinación estética del hombre, como otras estéticas inhumanas. El arte crece por su periferia. Mi segunda precisión es que los usos de la vista y la imagen en la literatura va más allá de la descripción. No podemos negar la importancia de la focalización, la geografía, la cartografía, el teatro o el comic. Un libro interesante a proponer al discutir la importancia visual, es Das Perfume de Patrick Süskind un trabajo que busca magnificar la literatura por la experiencia de otro sentido que no es la vista.

Toda proporción perdida

5 Abr

Toda vida necesita contener al menos, un pensamiento inverosímil. Tal reflexión, me parece, no se aleja mucho de aquella que Calderón enuncia a través La vida es un sueño, pues si de algo se alimenta la ensoñación es de algún elemento discordante. De nuevo navegamos la ironía tan propia del discutir.

Hay alguna paradoja en el dogma de que se piensa como se habla. Nuestro lenguaje es, en efecto, reflejo de una estructura subyacente la cual desarrollamos para sobrevivir. Como muchos mamíferos, el hombre requiere su sociedad para abastecerse, y nuestra herramienta nativa es el lenguaje. Tratamos de ilustrar ayer cómo nuestra lengua está tan intrincadamente puesta en nosotros que se nos vuelve un indicio sensorial. De ahí a saltar directamente a que nuestras ideas dependen de nuestras palabras, hay al menos una falacia.

Interroguemos esta necesidad de desproporción en el pensamiento, si no me equivoco, cuando soñamos rozamos lo cierto de esa desproporción. Daré un ejemplo: Me encuentro en un autobus, con Borges y un colombiano alto y barbón -sé que se trata de un escritor-, parece ser que los tres estamos al tanto de hallarnos en un sueño y Borges dice: Puede que uno de nosotros esté despierto y los otros dormidos, soñándolo. Esto explicará en cierto momento, nuestro olvido mutuo. Yo pienso, sin dirigirme a los presentes, que Borges no está despierto pues yo sé que ya ha muerto, y por lo tanto debe estar soñando. La muerte prefigura entonces, un sueño aún mayor. El hilo de estos conceptos contradictorios sigue la enunciación de un montón de reglas, y su consecuente ruptura. Primeramente, estamos consientes de nuestra ficción -se consiente el sueño-, no obstante, se enuncia la posibilidad de una realidad que supere la expuesta en ese instante. En seguida ponemos en duda la concepción real, nadando hacia una amalgama de realidad-ficción, las cuales dependen a un punto, la una de la otra, pues la muerte en una parece acarrear consecuencias. Sin embargo, esta muerte tampoco es estrictamente «real», pues forma parte del sueño dentro del sueño, y flexiona el músculo que construye nuestra ficción. (Este es un sueño que en verdad tuve)

La contradicción y desmesura en el sueño es bastante grosera, no significa que una menos agresiva no se halle en la realidad. Las pesadillas, como Kafka expone, responden a una cierta lógica incontestable, sobre la cual incluso la enunciación del absurdo, no logra cambiar nada. Es un vértigo cuyas raíces se encuentran en la experiencia vivida, con tanto rigor -o acaso aún más- como en el sueño. Nuestra sociedad está hecha de fantasmas.

Pienso por ejemplo, cómo el amor es una idea sacada de toda proporción. Basta leer los códigos de nuestras ficciones populares, casi desde el principio de los tiempos para encontrar la evidencia. No que la ficción valide una visión certera de la realidad por su simple enunciación, creo que la verdad del amor se encuentra mejor en la experiencia vivida que en los simulacros literarios -por desacrar algunos-. ¿No es la moral también una fuerza que nos emancipa de nuestra realidad inmediata? Y para no ir tan lejos, ¿no lo es también la muerte?

Tal vez es válida alguna metafísica cuyo origen venga de este deseo sin dimensiones, que domina nuestro imaginario. Nuestra inédita capacidad de pensar repercute poderosa en la experiencia. Tanto que sin duda menospreciamos a las personas por sus pensamientos «en grande». Tomemos un ejemplo de personas atacadas: Los niños -podría haber dicho, los animales-. ¿Por qué ofenderse de la incoherencia y el desinterés histórico que poseen los infantes? ¿no es verdad que de algún modo son más creativos y de mejor aprendizaje que los adultos, y por lo tanto más inteligentes? Si ejercemos un juicio de valor sobre alguien en vista de sus intereses -o tal vez debo decir, de sus pasiones-, ¿no estamos construyendo ya unas reglas arbitrarias e insensibles como en los sueños? Lo que extraña es cómo la fantasía al dormir, desata y atraviesa nuestros códigos, porque allá todo no existe. Puedo ir de paseo por un tren, sin mi esposa, pues en mi sueño, mi esposa existe y no existe a la vez. En cualquier segundo puede manifestarse. Lo que no niega la existencia de una conmoción propia a su presencia, ni nos desata en absoluta libertad; solo que el sueño tiene herramientas para desarmarnos que en la realidad nos faltan. Tal vez aqui nace el arte.

Otro grupo atacado por sus pensamientos incoherentes son los obtusos. Me refiero a aquellos hombres cuya incoherencia está conforme al canon de su sociedad, los que viven la vida como se les sugiere y sueñan como se les dice. A la vez ningún hombre es así y todos somos así, por eso la diferencia es engañosa. Si se quiere desenredar al super-hombre del obtuso, se debe juzgar la válidez de cada uno, con una regla de forma, sea estética o moral. Esta fantasía ya es de por sí, otra forma desmedida de pensar, la obsesión de la diferencia sacada en vano, de toda dimensión. Y a su vez, ¿no partimos de la premisa de que todos tenemos una voluntad desastrosa y arbitraria? Que diferenciar nos maravilla y entonces actúa en nosotros. (Veremos también todo esto en Kafka)

El peligro es evidente: Confundir el sueño con la realidad, sin las armas para deshacer lo formulado con un deseo insensible. La práctica es cotidiana.

Si uno se interesa un mínimo…

28 Mar

Si uno se interesa un mínimo en el lenguaje, encontrará casi inmediatamente la prominencia de los animales como palabras. Cacatúa, cotorro, perico, guacamaya. Encontramos exóticos y variados vocablos que remiten a apenas una minúscula rama de la taxonomía zoológica, que sin duda recuerdan varias culturas y lenguajes. Tome usted un nombre de animal cualesquiera. Este nombre ya es un referente a una raza de animales, pero a su vez existe una denominación científica latinizada que refiere al mismo objeto. Ahora recuerde hechos como que labrador es ambos una profesión y una raza de perros, encontrará tal vez con sorpresa que razas como los cánidos tienen aún más palabras para designar sus pequeñas variedades.

Esta abundancia no tiene la gratuitidad de los arcaísmos que los diccionarios académicos acumulan, bien señalados por Cortazar como una suerte de cementerio. Las palabras que se vínculan con los seres vivientes tienen mucho más impacto y ocupan realmente un lugar en el acervo imaginario del lenguaje mismo. Un ejemplo excelente es cómo Plinio nos legó el mito de que la avestruz esconde su cabeza en la tierra, por medio de una metáfora. Ya que mencioné a Cortazar, aprovecho para recordar que en Rayuela se utiliza una ambigüedad entre un apellído (Ovejero) y la raza canina homónima, bajo la forma explicada el párrafo anterior.

Pienso en un animal de inmensa belleza como es el loro. Los hombres no podían sino ver en él un valioso objeto, como una flor o una piedra preciosa. ¿No es de por sí increíble la capacidad de volar? No podía sino adjudicarse reconocimiento a la sensibilidad que lo asemejara a un espíritu selvático.  Esta belleza de los loros probablemente existe para ellos, que se requieran y se añoren unos a otros, un regalo y un don como es a veces nuestra inteligencia. Curioso como es el mundo, ser bellos les granjeó persecución y caza por nuestros ancestros, cuando no para apoderarse de su plumaje, para privarlos de la libertad. Se preguntaría uno que clase de ventaja evolutiva sería al fin, la belleza.

Una cosa que también puede mistificar es la capacidad de imitación de esta interesante raza. Historias de terror y verdaderos encantos seguro fueron propiciados por la voz de estas aves. Un hombre en el bosque escuchando voces es un terror sencillo de encontrar. ¿Cómo se habrá sentido aquel que capturara a un loro sin conocer este don, para luego escucharlo hablar? Un sobresalto genuino en el espíritu. Uno se llega verdaderamente a interrogar, dentro de uno mismo, cuando se ve reflejado en otros animales. Otra fantasía es concebible: El loro, ignorante de su acción, imita las palabras de un familiar difunto recientemente, y repite sus lecciones o su voluntad como una voz de ultratumba. No es raro que la reflexión en estas aves suene a juegos y es que cuando niños les prestabamos mucho más valor al encanto que saben ejercer en nosotros.

El loro es megafauna, o sea, su estrategia para sobrevivir era reproducirse lentamente y vivir muchos años. Algunas razas viven cerca de 60. Esta misma competencia los ha vuelto animales de compañía, y los ha excluído de cualquier ganadería que con ellos se ha buscado aparte del tráfico. Hay preguntas genuinas que nos podemos hacer sobre que representa ser un animal para nuestro mundo hoy en día, para el mundo de los hombres, intermundialistas, capitalistas y citadinos. En el mundo paradisíaco que nos ofrece la riqueza y el poder, ¿siquiera hay lugar para las bestias?

Yo por mi parte, sé que no puede haber paraíso sin loros. No los comeremos, y al domesticarlos o en un zoológico los privaremos penosamente de su libertad (al menos eso sienten a veces los muchachos sensibles). Pero aunque estos loros no muriesen, es verosímil que destruyamos su habitat natural, haciéndoles impropia la vida salvaje. Nuestro mundo literalmente les roba su forma de vida y su lugar, y sin proponerles nada.

Expliqué desde el inicio que mucha de nuestra relación con los animales se vive por el arte y la palabra. Una problemática literaria ante cualquier restitución que hagamos a los animales, es que en el idioma escrito solo podemos vernos a nosotros. Nadie en su juicio diría que Rayuela es una metáfora de la reproducción de los cánidos. Sí se diría, que un poema protagonizado por un tigre trataría de la libertad o la naturaleza, de abstracciones y no de verdaderos tigres. Una verdad agria es que nuestra lectura ha hecho de los animales de la literatura simples animales literarios. Simples ficciones. No discuto si se puede o no, usar la escritura para concientizar o mejorar la existencia animal, o nuestra relación con los congéneres inhumanos; yo discuto simplemente el lugar de la bestia en el lenguaje. ¿Qué gran loro nos ha legado la literatura? ¿Ser la típica mascota de un pirata? Sin duda sus muchos dones les merecen algo mejor.

El problema del humanismo parece ser que se puede elegir con toda levedad quién es humano y quién no. Viejos, niños y animales; háganse a un lado.

Acaso alguna poesía salvará a los loros del olvido, y la evolución habrá sido sabia en darles su providencial belleza.

Lo que alza, lo que borra

12 Mar

La entrada anterior la dediqué a reformular una historia ya clásica que corresponde a la tradición griega y aborda el tema siempre controvertido de la pintura. Mi reescritura, como cualquier otra, expone y desarrolla elementos distintos a la original, cuya existencia concreta -con su idioma, su contexto y modismos- me es desconocida. Estoy utilizando aquella historia como ejemplo y me he permitido, para este fin esclarecedor, volverla otra historia. Cabe analizarla brevemente.

De inmediato notaremos que si bien nuestro tema es la pintura, los cuadros mencionados no se muestran ni siquiera con un afán descriptivo. Quiero decir, no sé si las uvas en el cuadro de Zoji fueron cortadas, o están en la viña, si el racimo es abundante o pequeño etc., el cuadro de Helena sugiere una mujer bella pero no se nos sugiere en qué consta su atractivo ni tampoco aquel de las cinco modelos que la conformaron -válgame, el proceso de conformación suena por lo menos dudoso-. Este es un síntoma de la lectura; la ilusión de tener una imágen y el apelar a la imaginación.

Yo digo que un potro es rojo. El lector se figurará -casi contra su propia voluntad-, un animal rojizo, imaginado, cual si uno pudiera pintarlo de un solo trazo en el cerebro -como imaginamos un triángulo o un cuadrado sin medirlo o dividirlo en partes-. Nuestro potro ideal es una imágen pero a la vez no es ninguna imágen. ¿Es oscuro el color de su pelaje? ¿su rabo es también colorado? ¿es joven? ¿es viejo? No importa. Al menos no importa si lo que yo he dicho es haber visto un potro rojo.

El párrafo anterior enuncia unas cuantas barbaridades, o sea, dije que no importaba ¿qué se yo si a usted le importa? Se puede decir que en un sentido puramente comunicativo, mi énfasis en el potro siendo rojo no va señalado con más malicia ni atención que los «buenos días» mecánicos de todas las mañanas.  Claro, que usted me dirá que hace dos entradas cité el mismo ejemplo del potro rojo, lo cual probablemente demuestre algo -aunque no por ello en verdad importe, en la comunicación-. Estos desbarajustes voluntarios buscan ilustrar de nuevo algo que hemos tratado: pensar que el lenguaje, los textos, no se constituyen de lo mismo que otras artes, que las sensaciones o las imágenes. El lenguaje es muy poco sensorial y se aproxima a ser un trabajo de ideas e intelecto.

Pero en fin, les digo que las pinturas de la historia son invisibles, figuradas, si usted quiere imaginadas. Y es adecuado hablar de un trabajo de imaginación porque en esta palabra se halla también la imagen. Se dice que el radio y los libros desarrollan más la imaginación que la televisión o el cine; estas distinciones tan cortantes no nos importan, solo basta reconocer el trabajo de la imaginación. Recordemos también que la escritura es hija de la memoria y que las primeras ideas siempre estimulaban por fuerza al recuerdo.

Bueno pongámonos necios con los desarrollos: La historia que conté fue real.

Claro, me dirá usted, todas las historias son reales en cierto grado. Me refiero a que Zoji y Parjasio -con otros nombres-, fueron alguna vez personas como usted y como yo, vivientes y murientes. Esto -valgame Dios, qué redundancia-, no es lo importante. Los dibujos pues, las pinturas que ellos hicieron se suponen haber existido. Pero la escritura, como mencionamos ya -obtusamente, varias veces, como mensos-, no restituye la imagen.

Existe pues un juego entre la palabra y la falta restitución de la imágen, las palabras de cierta manera, la ocultan y a la vez la muestran. Yo digo potro rojo, y lo que usted piensa no es ningún potro que exista o haya existido -probablemente ninguno así existirá-. Hemos reemplazado exitosamente la imagen por otra cosa, borrándola. ¿No es precisamente análogo al cuadro de Parjasio? El griego nos pinta un cuadro que es una cortina, una cortina sobre la base de una tela, nos pinta lo que oculta -un objeto que sirve para tal fin, el lenguaje- y nosotros lo conocemos porque nos está vedado -por el tiempo, porque la historia es todo lo que resta de aquella competencia-.

Es legítimo preguntarse hasta que punto las reflexiones que podemos tener leyendo esta historia pudieron ser pensadas por quien la relató, con humildad sabemos que los hombres de la grecia antigua sabían pensar lo suficiente para crear elaborados conflictos -pero no por esto hay que suponer que la historia, con sus reflejos y sus juegos fue siempre así, o que fue hecha por una sola persona-. Tal vez sería menos legítimo imaginar que las cosas si pasaron de la manera relatada en un tiempo histórico, y que por lo tanto ese juego de espejos sería una abstracción creada por un ser superior -tal vez Dios, tal vez cada hombre que lee la historia-; la grandiosidad, puede ser admitiblemente una coincidencia. Lo cierto es que si la historia no ha permanecido por contener desde siempre estos juegos, ha sido porque posteriormente sus lectores los inventaron.

Y uno ya sabe, los inventores de los libros son los lectores.

De Zoji y Parjasio

11 Mar

Parjasio sentía una angustia muy real. Una espalda robusta, un mercado y dos pinturas secas; alejándose a galope de su carreta. Fijó la mirada hasta que solo quedó un campo pastoril, como aquel do retozaba su rebaño, hacía una vida. Y es que detrás de aquel campo, aún estaba la espalda robusta, la galería y la prostitución del arte. Tomó nervioso un sorbo de agua, soñando en vino.

Se bañaba cotidiano en pintura y licor. Enseñaba al pulso burdo de su esclavo lo que era un trazo. ¿No era cada trazo el mismo? Los había aprendido todos mirando el campo, como la luz se confunde en la cima de las montañas, como mugre brillante. Terroso como el alcohol de sus ebriedades, del recuerdo de sus triunfos, de su arte ya estudiado en las escuelas.

Su madurez era prolífica y virtuosa, su ejemplo era envidiado. Parjasio se persuadió de que algo faltaba, su genio, su inspiración. Su técnica era irreflexiva, el mundo visible tras un pase de su muñeca. Temía la noche tardía en que habría de copiar el universo y nada más pudiera pintarse.

Envejecido caía en la frecuente angustia. Tenía un mecenas rico y mil elogios, pero sin la juventud misma, no era bastante. Y además su mecenas… Vivir y ser un clásico ¡qué incompatible! ¡qué inigualable sensación de vejez! Antes un jovencito lo hubiera puesto bajo su ala aunque fuese por curiosear, por un pedante sentimiento de importancia. Pero un viejo que ya hizo su vida y obra, ¿a quién le importa? (Parjasio pensó que detrás del campo había una galería, un mercado, frescos secos)

Su mecenas era un hombre enorme y jovial, había sido hermoso. Parjasio lo encontró cuando pastor, e insistió en pintarlo. Hoy día la gordura, la exposición obscena de sus carnes, aún contenía el pequeño rostro de aquella tarde.

A veces lo visitaba sin avisar. Miraba los cuadros sin detenerse, gruñendo despacio o contándole a Parjasio asuntos del senado. La costumbre y el fastidio parecían arruinar esos paseos, el mecenas iba regularmente, pero la frecuencia le parecía inusitada y la intrusión molesta. Adivinaba tras esos ojos –que asomaban aún alguna belleza-, su vaga desaprobación.

Dijo una noche –al esclavo apenas le hablaba-, que el senador buscaría un pintor novel. Con esa seguridad, vaga, venida cual de abismos insondables, Parjasio llevó su propuesta a Zoji.

Zoji tenía una fama que Parjasio no ignoraba. Era joven, inteligente y conocedor de los mitos, su detalle y perfeccionismo correspondían a un alma vieja. Para pintar a Helena –le contó su esclavo-, no halló una joven suficientemente bella y decidió recurrir a un artificio: Tomó elementos de cinco modelos para formar la mujer definitiva. Acompañaba con fidelidad la idea de Zoji, que copiar el estilo de otros lo volvería el pintor definitivo. Apolodoro –un viejo pintor rival- decía que Zoji lo había afanado. El joven se reía de las acusaciones. ¿Qué me importan los chocheos de aquel viejo?

Cuando hablaron, el joven aceptó satisfecho el desafío. Al probar ser el mejor pintor, mejor que el maestro Parjasio, él, Zoji, obtendría su fama. El viejo quedó perplejo por el humor y vitalidad de su rival, sentía un escalofrío montar su espalda. No había visto un solo trazo de Zoji, nunca.

Mirando la espalda de su mecenas, Parjasio no podía concentrarse. Recordó pensar que ya buscaba un remplazo. Tras el campo, el mercado. Los gruñidos lentos, los pasos pesados, los ojos azules. Tras un pase de su pincel. Y el templo que Zoji había ilustrado lleno de dioses, de sus pintores, de sus mecenas. Las sombras de Apolodoro, los dos ya viejos. Su esclavo, que solo y sin talento como él era, tenía igual tanto más futuro. Los rebaños que había abandonado, la mugre brillante.

Tan apenado como jamás estuvo, Parjasio ya parado frente a Zoji, pintaba ágil. Desesperado o inspirado, como se hallaba, sintió nuevos bríos como de juventud, una un tanto pálida y cobarde. Zoji lo mira a los ojos, con una sonrisa vaga. Retrocede, ya confiado, incluso sorprendido. Su mano, como la de un artista, le pide que se acerque.

En la tela de su rival, un ave se monta al fresco y trata de picotear una uva que no existe. Un segundo gorrión vuela y lucha con el primero picoteando, compitiendo por la ilusión.

– Mi arte –concluye el arrogante joven- engaña a la naturaleza misma.

Aún contempla Parjasio ese milagro, mira a través del cuerpo del ave, del dibujo de la uva y piensa que ese púrpura llevaba su mecenas cuando lo conoció en el campo. Zoji alza las manos y pide a Parjasio que alce la cortina, que revele su obra.

Extrañado el maestro intercambia una mirada con su esclavo, y se avanza hacia su tela. Zoji lo mira expectante. Entonces una transformación se lleva a cabo en el artista, primero, sus ojos se ensanchan perceptiblemente, su cuello se sonroja y se yergue con alarma. Explota su risa, clara y sonora como el timbre de una campana dorada. El esclavo, e incluso Parjasio se permiten leves sonrisas.

– Usted ha ganado Parjasio, soy hombre y puedo admitirlo. Yo engañé a la naturaleza, usted al embustero.

Le dio un abrazo vigoroso. Tomó su pintura ahuyentando las aves, y se alejó, un poco como lo hacen los personajes míticos de las vasijas.

El viejo maestro se retiró pensativo y el esclavo que cargaba su fresco con alguna dificultad, le seguía a unos pasos. Finalmente, bajada la colina preguntó extrañado.

– Maestro, ¿quién va a pagar por una cortina dibujada? –Parjasio sintió su desasosiego.