Hemos señalado de que expander la proposición de la literatura es una tarea que suele establecerse desde la periferia, en tales condiciones, podemos tratar de entender en qué consiste dicha marginalidad (veremos como parte del problema viene de encontrar tal definición).
Primeramente, es importante reconocer que la vida cotidiana se concibe dentro de un entrever social que puede representarse como un discurso. Nadie nos dice, literalmente, como debemos ser; no obstante, si estuvieramos forzados a enunciar códigos de conducta adecuados en nuestra sociedad, podríamos fácilmente formar algunos. Esta ilusión de discurso es la digestión que tenemos de lo dicho y no-dicho que se gesta en cualquier sociedad humana, lo que comunica, ante todo, son las reglas de conducta que remiten a «lo normal».
El problema se complica si introducimos variables que Foucault y la escuela de Frankfurt ya han introducido: La figura de la institución que propone respuestas a los «problemas» sociales, y la manera de interactuar con dicha norma. Muchos valores conviviales a los que respondemos provienen de una tradición y no pueden considerarse en lo más mínimo una «verdad». Tomemos como un ejemplo sencillo la poligamia, permitida en muchos modelos sociales antiguos pero gestadora de problemas legales en cualquier modelo «occidental». No es que la poligamia no pueda existir, es que se le tiene como excepción -aunque haya quienes viceralmente piensen la poligamia imposible-.
Es importante reflexionar sobre este «estado de excepción». Primeramente darse cuenta que no hablaríamos de excepciones si nuestra sociedad no tuviera entre sus valores fundamentales la idea de una Igualdad trascendente e imposible. Segundo, el darse cuenta que por muy igual que tratemos de volver todo, siempre, por puro vicio dialéctico, lo volvemos diferente. Tomaré un ejemplo bastante sencillo.
La ilegalidad de la pornografía infantil nos debe resultar un hecho bien conocido. No cabe duda que la pornografía «adulta» se considera por otro lado, más una industria que un crimen. Aquí vemos tranquilamente una diferencia. En el afán de proteger a los infantes, se les transforma en seudo-hombres en lo que refiere a la legalidad (el derecho de trabajo también aborda alguna diferencia), ya que literalmente se les rige de otra forma. Este tipo de diferencias pueden parecernos inofensivas, o incluso benéficas, mas articulan diferencias fundamentales entre miembros de la misma sociedad. Si el niño es una excepción, no es la norma (por pura brutalidad nominal)
En estos mismos términos, existe la absurda noción de que los niños, al necesitar ser protegidos, no son inteligentes. El argumento es enteramente ridículo, pues debido a sus capacidades de aprender a mayor cadencia y su recepción sensorial privilegiada, los niños pueden considerarse más inteligentes que los adultos. De cierto modo, no es que uno aventaje a otro en general, sino que se trata de diferentes modos de pensar. La diferencia del pensamiento es otra parte que corresponde a la teoría de la periferia, la atróz suposición de que existe un retraso y una vigencia en la manera de actuar.
Con la historia tenemos también esa relación particular, incluso Marx lanza la absurda noción de que la sociedad humana se desarrolla con cierto determinismo. En realidad, las sociedades humanas cambian pero no «avanzan», porque pueden existir diferentes maneras de concebir el desarrollo humano que no concuerden con un único discurso -irónicamente la teoría de Marx acentuó bastante esta convivencia de dos discursos encontrados cuando muchos países trataron de aplicarla en el siglo 20-. Y es que pensar que las cosas son como deben de ser, es lo más natural del discurso normalizante de cualquier sociedad, lo que de ningún modo lo hace verdad. La idea de una periferia es que para cualquier visión normal del universo tiene que existir la anormalidad y a su vez el elemento que no es tomado en cuenta en el discurso. Al que tratamos de diferente y del que no hablamos, al que suprimimos del discurso y al que no le permitimos hablar.
Ya he expuesto que en realidad, presumir dar la palabra a todo el mundo -por democrático que suene-, es una absurdidad lógica. Obligar a la práctica de un lenguaje es marginalizar a aquellos que no son aptos o que no ven mérito en el discurso en cuestión. Pensar en la periferia no supone que los niños, o las mujeres, o los pobres, o los animales van a ponerse a hacer literatura. Nos mete simplemente frente a la noción verdadera de que todos ellos existen, dígase lo que se diga.
Otro riesgo de nuestro discurso igualitario es que en su afán universalizante, se ha prestado en destruir diferencias y valores. No sé por ejemplo, si la igualdad supone que la mujer escribe igual que el hombre, o si forzar a la mujer a escribir como el hombre no es un pecado atróz. Esto segundo me remite a una realidad sensorial y por eso lo prefiero a la norma que basa tan solo su relevancia en abstracciones mecánicas para justificar como habemos de actuar. Creo que es penoso también vivir en la época de las justificaciones, nos podemos permitir alguna irreverencia sin caer tampoco en el desenfreno de los pudores y los arbitrarios.
Etiquetas: discurso social, escritoras, niños, normalidad